“Señor, mi corazón no es orgulloso; mis ojos no son altivos. No me intereso en cuestiones demasiado grandes o impresionantes que no puedo asimilar” (Salmo 131:1, NTV).
Lectura: Salmo 131:2, 3.
Abrimos nuestros ojos, miramos alrededor, y nos surgen muchas preguntas. ¿Por qué permite Dios esta guerra? ¿Por qué se llevó a mi hermano en la flor de la vida? ¿Por qué nacen niños minusválidos? ¿Por qué no castiga Dios a los malos, y, lejos de castigarlos, deja que prosperen? ¿Por qué están las riquezas repartidas tan injustamente? Llevo años pidiendo a Dios una cosa buena, ¿por qué no me contesta? ¿Por qué permite Dios tanta injusticia en el mundo? ¿Cómo puede Dios condenar a los que nunca han oído el Evangelio? ¿Por qué mueren niños inocentes? ¿Por qué a mí me ha tocado esto?
La lista es interminable. Hay muchas cosas que no entendemos. Por mucho que dé vueltas a este asunto, no tengo ninguna respuesta. Allí está el problema, en nuestra soberbia. Pensamos que podemos entender a Dios, o juzgarlo por lo que permite o no permite, ¡como si tuviésemos el derecho de hacerlo o autoridad sobre Dios! Nosotros no somos los jueces de Dios: “¿Quién eres tú, simple ser humano, para discutir con Dios?” (Romanos 9:20). ¿Somos más sabios o más justos que Dios? Queremos indagar en los consejos eternos de Dios y pedirle cuentas de lo que Él ha determinado. Esto es orgullo de nuestra parte, prepotencia, según el salmista: “Mi corazón no es orgulloso; mis ojos no son altivos. La confianza en Dios requiere humildad. Exigirle explicaciones, o pedirle cuentas es orgullo.
“Mis pensamientos no se parecen en nada a sus pensamientos, dice el Señor. Y mis caminos están muy por encima de los que pudieran imaginarse. Pues, así como los cielos están más altos que la tierra, así mis caminos están más altos que sus caminos y mis pensamientos, más altos que sus pensamientos” (Is. 55:8, 9). Los pensamientos y los caminos de Dios están más altos que los nuestros, ¡no más bajos! ¡Dios sabe más que yo, no menos! Sus planes son mejores que los míos, ¡no peores! Dios es más justo que yo, ¡no menos! Dios es más misericordioso que yo, más bueno, más inteligente y más bondadoso, ¡no menos! Él es más paciente. Yo quiero que fulmine al malo en el acto; Dios espera y le da tiempo para que se arrepienta. Yo quiero que Dios me dé la explicación ahora mismo, no quiero esperar. Soy exigente con Dios, muy lejos del lugar que me corresponde como criatura. Necesito aprender a confiar.
Esto es lo que dice el salmista: “Me he calmado y aquietado, como un niño destetado que ya no llora por la leche de su madre” (Salmo 131:2, NTV). El niño ya no llora porque sabe que ahora no le toca el pecho. Tiene algo mejor. ¡Ya puede comer una hamburguesa y patatas fritas! Yo me tengo que tranquilizar y confiar en que Dios sabe lo que hace. Después sabré el porqué. Dios es amor, sabiduría y poder. Sus planes están inspirados en el amor y ejecutados con su poder. Tiene poder para llevar a cabo toda su buena voluntad. Yo no tengo todas las respuestas, pero sí que sé que Dios es amor, porque lo mostró en el Calvario, y puedo confiar en Él por todo lo demás. “Oh Israel, pon tu esperanza en el Señor ahora y siempre” (Salmo 131;3, NTV). Amén.
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