“Pero el ángel les dijo: No temáis; porque he aquí os doy nuevas de gran gozo, que será para todo el pueblo: que os ha nacido hoy en la ciudad de David, un Salvador, que es Cristo el Señor. Esto os servirá de señal: Hallaréis al niño envuelto en pañales, acostado en un pesebre” (Lucas 2:10-12).
Lectura: Lucas 2:13-20.
La señal es el comprobante de que el mensaje del ángel es veraz. El anuncio del ángel había sido: “Os ha nacido hoy en la ciudad de David, un Salvador, que es Cristo el Señor”. Es un mensaje sorprendente y difícil de creer. Es muy difícil creer que el mensaje tan transcendente que Israel había estado esperando durante siglos fuese transmitido a unos pobres pastores en medio del campo, de repente y sin previo aviso. ¿No sería más normal que hubiese sido comunicado a los líderes religiosos del pueblo en Jerusalén? Israel estaba esperando un mesías, un libertador, pero este niño es identificado como Rey, de la ciudad de David; Salvador, libertador; y “el Señor”, un título de Dios. ¿El rey no iba a nacer en el palacio? ¿Dios en un pesebre? Todo era muy extraño. Pero la luz de la gloria de Dios que envolvió a los mensajeros celestiales era inequívoca; era la gloria shekhiná de la presencia de Dios. Estos seres celestiales iban acompañados por la gloriosa y resplandeciente presencia de Dios.
Los pastores tenían que ir al pueblo de Belén y buscar un establo con un bebé envuelto en pañales y acostado en un pesebre. Este niño habría venido de fuera, porque los hijos del pueblo tendrían sus cunas. Nadie acostaría a su recién nacido en un pesebre. Esta señal tan difícil de darse sería la evidencia de que el mensaje del ángel era cierto. Si dieran con tal fenómeno, sería evidencia fehaciente de que este Niño era el Señor Dios, el Rey de Israel, el Mesías prometido, y el Salvador.
Los pastores no perdieron tiempo deliberando: “Sucedió que cuando los ángeles se fueron de ellos al cielo, los pastores se dijeron unos a otros: Pasemos pues, hasta Belén, y veamos esto que ha sucedido, y que el Señor nos ha manifestado” (2:15). ¡No dudaron de que fueran a encontrar un niño en un pesebre! Eran hombres de fe. Solo era cuestión de buscarlo. Belén no era muy grande. Enseguida darían con él. “Vinieron, pues, apresuradamente, y hallaron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre” (2:16). Primero la fe, después la evidencia. Y la evidencia era contundente. Es más, el testimonio de María y José confirmó lo que dijo el ángel. Y el testimonio de los pastores confirmó lo que el ángel dijo a María nueves meses antes, y lo que Dios le había dicho a José en sueños cuando buscaba la dirección de Dios en cuanto a su matrimonio con María. Todo cuadraba. Era inaudito, pero demostrado.
Al ver al niño, “dieron a conocer lo que se les había dicho acerca del niño. Y todos los que oyeron, se maravillaron de lo que los pastores decían” (1:17, 18). Algunos los creerían y otros no. Evidencia había. Pero entran otros factores para determinar si una persona va a creer una historia tan fantástica o no. ¿Estaban esperando al Mesías? ¿Eran personas de fe? ¿Necesitaban un Salvador? ¿Creían que Dios podría entrar por la puerta de la humildad? ¿Tenían discernimiento para saber cuándo una cosa venía de Dios y cuándo no? ¿Conocían a estos pastores? ¿A Dios? Y tú, ¿tú que dices? ¿Es verosímil su historia? ¿Es normal que Dios quisiese salvar a su pueblo? ¿Y a ti?
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