“¡Miserable de mí! ¿quién me librará de este (pecado)? Con la mente sirvo a la ley de Dios, mas con la carne a la ley del pecado” (Romanos 7:24, 25).
Lectura: Romanos 8:12, 13.
El conocido capítulo 7 de Romanos habla de la frustración del hombre que quiere romper con ciertos hábitos malos y no puede. Se propone no caer en este pecado nunca más, pero cuando menos se da cuenta, vuelve a caer, y se desanima. Piensa que nunca va a estar libre de este pecado fastidioso. ¿Cuál es la solución que Pablo propone en el capítulo siguiente? La solución es usar un poder superior al poder que te mantiene derrotado por esta conducta carnal: “Si por el Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis” (Romanos 8:13). Vamos a entrar en detalle y describir el proceso de liberación cuando usas el poder del Espíritu:
Estás molesto contigo mismo por tu hábito x; pongamos el hábito de un pronto, o de mentir, o de usar palabrotas. Cuando menos quieres has vuelto a caer y luego lo lamentas. Estás bajo convicción de pecado del Espíritu Santo. Quieres cambiar. Así que te pones delante de Dios en oración. Clamas con toda tu fuerza y le dices: “Padre, estoy harto de este pecado. Lo reconozco como malo, feo y parte de mi vieja naturaleza. No lo quiero en mi vida. Es pecado. Lo aborrezco”. Luego coges y con todo el poder del Espíritu Santo en ti, arrancas este pecado de tu interior y lo clavas a la cruz. Solo Su poder basta para hacer esta operación. Solo Él puede llegar a tu interior. El pecado se resiste. Necesitas la fuerza del Espíritu Santo, la tienes, y la usas para coger el pecado y el martillo y lo clavas a la Cruz. Con el poder del Espíritu das un fuerte golpe al clavo. Coges, y con el poder del Espíritu en ti, das otro martillazo. Renuncias al pecado. Lo aborreces, y le vuelves a dar con el martillo. Ya lo tienes bien sujetado a la Cruz y lo dejas allí clavado para que vaya muriendo.
Pero el pecado parece que tenga vida propia. El poder que le da fuerza viene del enemigo, ¡pero el Poder en ti es más fuerte! El pecado no quiere someterse a ti. Baja de la cruz y te lleva a hacer otra vez aquello a lo que has renunciado. Así que, lo vuelves a clavar. Repites el proceso anterior. Y lo dejas bien clavado otra vez. Pero otro día baja. La muerte de cruz no es instantánea. Esta operación tienes que repetirse muchas veces hasta que llegue a ser un nuevo hábito en ti. Llegas a reconocer este pecado de lejos, cuando está a punto de expresarse en ti, pero antes de que pueda volver a actuar, ratificas que está clavado, y lo evitas. Pero otro día, se escapa y baja de la cruz, pero ya eres muy rápida para volverlo a clavar. Enseguida lo tienes sujeto otra vez. Esto lo repites tantas veces que ya llega a ser tu reacción automática. El nuevo hábito reemplaza al viejo. Y el pecado va perdiendo poder. Está debilitado debido a las muchas veces que lo has clavado a la cruz. Va muriendo, poco a poco hasta que dominas el viejo hábito con el nuevo. “Habéis vencido; porque mayor es el que está en vosotros que el que está en el mundo” (1 Juan 4:4). No es tu fuerza de voluntad; es el Espíritu Santo.
De esta manera vences el pecado, por tu colaboración con el Espíritu Santo. Dios no lo hace, lo haces tú en el poder del Espíritu, primero con un pecado y luego con otro hasta tener todo el cuerpo pecaminoso crucificado con Cristo y Cristo formado en ti. Eres cada vez más libre del pecado y cada vez más lleno del Espíritu de Cristo que va expresándose por medio de ti. Esta es la santificación en el poder del Espíritu Santo.
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