EL PAN DE DIOS

 

“Y el que da semilla al que siembra y pan al que come, proveerá y multiplicará vuestra sementera, y aumentará los frutos de vuestra justicia para que estéis enriquecidos en todo para toda liberalidad, la cual produce por medio de nosotros acción de gracias a Dios. Porque la ministración de este servicio no solamente suple lo que a los santos   falta, sino que también abunda en muchas acciones de gracias a Dios” (2 Corintios 9:10-12).
 
Lectura: 2 Cor. 9:13-15.
 
            En este capítulo que habla acerca de la necesidad de ser generosos los unos con los otros y de suplir las necesidades de los que no tienen lo suficiente para vivir, también sobresale la generosidad de Dios que está detrás de cada acto de dar, porque Él es el que suple la materia prima. Si tú das pan a un necesitado, Dios es el que dio la semilla al que sembró el trigo y al que hizo el pan y el que nos ha suplido la comida que tenemos para dar a otros. El capítulo termina con el versículo conocido: “¡Gracias a Dios por su Don inefable!”. Él lo dio todo.
 
            Siempre que hablamos de pan, nos recuerda a la Mesa del Señor. ¡En la muchas veces que he celebrado la Mesa del Señor, nunca he tenido el pensamiento siguiente!: Cuando el Señor Jesús tomó pan y lo partió y dio a sus discípulos, no estaban en un culto, estaban cenando; estaban celebrando la Pascua. No se habían reunido para celebrar la Mesa del Señor. No tenían una bandeja de plata con un paño bordado para el pan con una copa que hacía juego y con un vino especial; estaban cenando, y en medio de la cena Jesús tomó pan y dijo que todas las veces que comamos pan, que lo recordemos a Él: “Y mientras comían, tomó Jesús el pan, y bendijo, y lo partió, y dio a sus discípulos, y dijo: Tomad, comed; esto es mi cuerpo” (Mat. 26:26). ¿Cómo podríamos olvidarlo? No necesito la Mesa del Señor para recordar su muerte. Lo tengo presente siempre. Pero sí que necesito recordar al Señor muy a menudo, como, por ejemplo, cada vez que como. Cojo un trozo de pan y me acuerdo del Señor quien fue partido por mí. Cuando desayuno pan, cuando como al mediodía y veo el pan en la mesa, y cuando ceno puedo recordar al Señor. Y cada vez que bebo vino, que era lo que los judíos normalmente bebían (porque era peligroso beber agua por la contaminación), o cuando bebo agua, o lo que sea, puedo acordarme del Señor. De esta manera la vida se convierte en un sacramento continuo.
 
La mesa de Señor es hermosa. Algunas iglesias la celebran cada semana, pero ¡imagina lo que sería celebrar al Señor cada vez que comemos, cada vez que comemos un bocado de pan o tomamos vino, acordarnos de él! Sería tenerle presente siempre. ¡Podríamos examinar nuestro corazón muchas veces al día para no comer indignamente! (1 Cor. 11:28). Estaríamos en una continua celebración de la Mesa del Señor, varias veces al día. No tendríamos esta división entre culto y la vida cotidiana; toda la vida sería un culto al Señor. Todo el tiempo estaríamos en la presencia del Señor, con nuestro mejor comportamiento, con una conversación en la que el Señor está presente. Acabaría con la dualidad en nuestra vida, ahora en la iglesia, ahora en casa. Nuestra consagración sería continua. “¡Gracias a Dios por su Don inefable!” (2 Cor. 9:15).


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