“Y les daré un corazón, y un espíritu nuevo pondré dentro de ellos; y quitaré el corazón de piedra de en medio de su carne, y les daré un corazón de carne” (Ezequiel 11:19).
Lectura: Marcos 15:21-26.
Ninguno de los cuatro Evangelistas entra en detalle al describir la crucifixión de Jesús, ninguno ni siquiera menciona los clavos, aunque sabemos que los hubo (Juan 20:25), porque el énfasis de las Escrituras no es en lo macabro de su crucifixión, sino en la finalidad de la muerte de Jesús: “Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él” (2 Cor. 5:21). Lo que tiene que romper nuestro corazón no es el dolor que nuestro Señor sufrió, sino nuestro propio pecado que lo clavó a la cruz. Lo que tenemos que sentir nosotros es nuestra responsabilidad por su muerte. Solo es el Espíritu de Dios que puede convencernos de pecado, llevarnos al arrepentimiento y asegurarnos de que hemos recibido el perdón de Dios. Todo esto es lo que el escritor de este himno explora:
¡Oh dolor infinito! ¡Asombrosa pena!
¡Contemplar a mi Señor sufriendo!
La tierra y el infierno conspiraron su muerte,
De acuerdo con Su Palabra.
Oh, las punzadas agudas de carne abierta,
Que mi amado Redentor soportó,
Cuando látigos salvajes y espinos rugosos
Laceraron su cuerpo sagrado.
Pero mis propios pecados, mis pecados crueles,
Fueron sus mayores tormentos;
Pues cada pecado se convirtió en un clavo,
Y mi incredulidad llegó a ser la lanza.
Fui yo el que bajó tal juicio
Sobre el Justo inculpable.
¡Rompe, entonces, corazón mío, y lloren ojos míos!,
Al sentir lo que he hecho yo.
Ven, poderosa gracia, a mi corazón de piedra
Haz que se derrita y derrame,
Hasta que profundo arrepentimiento se me acerque,
Y conozca su voz perdonadora.
Isaac Watts, 1674-1748
“Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados” (Is. 53:5).
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