“Señor, tú nos has sido refugio de generación en generación. Antes que naciesen los montes y formases la tierra y el mundo, desde el siglo y hasta el siglo, tú eres Dios” (Salmo 90:1, 2).
Lectura: Salmo 90:1-9.
Hay dos cosas que necesita saber el hombre de la calle: Dios existe y Dios le exige que se arrepienta. Son dos verdades transcendentales. Dios es real y el hombre es culpable delante de Él, a la espera de recibir la justa retribución que su pecado merece. Este Dios es el Creador de todo cuanto existe en el universo, y siempre ha existido: “Antes que naciesen los montes y formases la tierra y el mundo, desde el siglo y hasta el siglo, tú eres Dios”. Es un Dios eterno y poderoso, y, al mismo tiempo, es el protector de los que creen en Él: “Señor, tú nos has sido refugio”. En todas las pruebas y adversidades de la vida, Dios ha servido como lugar de refugio para los que acuden a Él en su necesidad.
Además de ser el potente y el eterno Creador y el refugio para los que lo obedecen, es justo. Si fuese distante, arbitrario e implacable, tendríamos un problema, porque podría hacer con nosotros lo que quisiese, si no fuese justo. Con mover un dedo podría fulminar el universo. ¡Ni pensar lo que podría hacer con el hombre que lo resiste! Pero no nos quiere hacer daño, sino todo lo contrario, quiere que nos arrepintamos para no tener que hacer justicia con nosotros y castigarnos en su ira: “Vuelves al hombre hasta ser quebrantado, y dices: Convertíos, hijos de los hombres”. Este es el mensaje de Dios para ti; que te conviertas. La conversión es algo que Dios exige de todo hombre, porque nadie ha cumplido con la justicia que Dios exige. Siendo justo, Dios demanda que nosotros también seamos justos.
¿Cuál es la evidencia de nuestra injusticia? La manera en que nos tratamos los unos a los otros, empezando con los de nuestra propia familia, y terminando con Dios mismo. En lugar de agradecerle la vida que nos ha dado, pasamos de Él, y vivimos como nos parece, algunos mejores y otros peores, pero todos hacemos lo que nos interesa y no lo que le interesa al prójimo. Entonces, ¿Dios qué hace? “Vuelve al hombre hasta ser quebrantado”. Nos manda los golpes de la vida para captar nuestra atención. Nos pasa una cosa tras otra para que busquemos a Dios, pero somos duros de roer: “Pusiste nuestras maldades delante de ti, nuestros yerros a la luz de tu rostro, porque todos nuestros días declinan a causa de tu ira; acabamos nuestros años como un pensamiento” (90:8, 9). Somos malos frente a la luz de Dios. Y morimos. ¡Solo para encontrarnos con Él!
Moisés es el que escribe y pregunta: “¿Quién conoce el poder de tu ira, y tu indignación según que debes ser temido?” (90:11). Él vio el poder de la ira de Dios sobre los egipcios por el maltrato de sus esclavos. ¡Aquello sí que fue fulminante! Lo lógico es clamar a Dios pidiendo: “Enséñanos de tal modo a contar nuestros días que traigamos al corazón sabiduría” (90:12). ¿Qué forma tomaría esta sabiduría? El arrepentimiento, lo que Dios dijo al principio. No es ningún secreto lo que quiere Dios del hombre; quiere que se arrepienta y se convierta. Si no te has convertido, clama a Dios hasta que lo encuentres. Cuando lo hayas encontrado tendrás un refugio para el día de su ira. Estarás seguro.
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