“Fuimos tiernos entre vosotros, como la nodriza que cuida con ternura a sus propios hijos. Tan grande es nuestro afecto por vosotros, que hubiéramos querido entregaros no sólo el evangelio de Dios, sino también nuestras propias vidas; porque habéis llegado a sernos muy queridos… Como el padre a sus hijos, exhortábamos y consolábamos a cada uno de vosotros, y os encargábamos que anduvieses como es digno de Dios, que os llamó a su reino y gloria” (1 Tes. 2:7, 8, 11, 12).
Lectura: 1 Tes. 2:3-12.
El apóstol, además de ser ejemplo de un verdadero misionero, es ejemplo de un auténtico pastor, y esta porción de las Escrituras lo ilustra claramente. Pablo, como ejemplo, no buscó una vida cómoda para sí mismo: “Tuvimos denuedo en nuestro Dios para anunciaros el Evangelio de Dios en medio de gran oposición” (2:2). No enseñó doctrina falsa, ni tuvo intenciones impuras, ni usó engaño para conseguir adeptos: “Nuestra exhortación no procedió de error ni de impureza, ni fue por engaño” (2:3). No predicó un evangelio atractivo y fácil de creer que no se correspondiese con el verdadero. No buscó la aprobación de los hombres, sino la de Dios: “Fuimos aprobados por Dios… no para agradar a los hombres” (2:5). No buscó la fama, ni una buena reputación para sí mismo, ni el éxito humano: “Ni buscamos gloria de los hombres” (2:6).
Los falsos pastores, en cambio, buscan su propia ventaja: fama, dinero, aceptación, realización, poder, popularidad, reconocimiento, prestigio y el control de los que están bajo su mando. Pablo no buscó dinero, sino que se mantuvo económicamente: “Porque os acordáis, hermanos, de nuestro trabajo y fatiga; cómo trabajando de noche y de día, para no ser gravosos a ninguno de vosotros, os predicamos el evangelio de Dios” (2:8). Los pastores que ganan mucho dinero de congregaciones pobres y luego lo gastan en lujos para sí mismos son falsos.
El hombre que no es un pastor de corazón como la Biblia enseña es uno que: no ama a su gente, los esclaviza a la ley o a las normas de la iglesia, no los ayuda a ser libres en Cristo, no los potencia, no descubre sus dones y los fomenta, no los ayuda a desarrollarse como personas maduras, intimida, descalifica, humilla, controla, amenaza, manipula, atemoriza e impone castigos severos. Los avergüenza públicamente, usa chantaje y los amenaza con ser expulsados de la congregación. Termina anulándolos para que hagan lo que él quiere.
Pablo era tanto madre como padre para los de la iglesia de Tesalónica. Los trataba con la ternura de una madre y los exhortaba y consolaba como un padre. Los amaba tanto que estaba dispuesto a entregar su vida por ellos. Los formaba en santidad de vida: “Os encargábamos que anduvieseis como es digno de Dios”. Y Pablo fue ejemplo de ello él mismo: “Vosotros sois testigos, y Dios también, de cuán santa, justa e irreprensiblemente nos comportamos con vosotros los creyentes” (2:10). Su enseñanza y su ejemplo coincidían. Mirando su vida todos podían saber cómo era el amor de Dios, cómo era la santidad de Dios, y cómo Dios quiere que sus hijos se comporten. Cuántas gracias tenemos que dar a Dios por el ejemplo del apóstol.
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