“Si andamos en luz… la sangre de Jesucristo… nos limpia de todo pecado. Si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1 Juan 1:7, 9).
Lectura: Juan 16:7, 8.
Es muy importante que distingamos entre la sensación de culpa y la convicción de pecado. La sensación de culpa no viene de Dios y no nos beneficia para nada, al contrario, nos aplasta, nos desanima y nos debilita. Nos separa de la comunión con Dios, porque nos hace sentir que somos trapos inmundos y que no nos querrá ver, que nos está censurando y mirando con desprecio. Nuestra conciencia nos condena, no tenemos paz, y el gozo de la presencia de Dios se nos escapa. La vida no nos hace ilusión. Tenemos la sensación de que no saldremos de esto nunca. Por mucho que confesemos lo que percibimos como nuestra culpa, no tendremos alivio. Las personas que viven con esta sensación de culpa piensan que son responsables por cosas que no son su responsabilidad, por el pecado de sus hijos o de su marido, o por decisiones del pasado que no son pecado, por malos tratos infligidos por padres o cónyuges, por no alcanzar sus metas, o por su impotencia de cambiar el mundo. A ellos les decimos que en el día del Juicio solo tendremos que dar cuentas a Dios por nosotros mismos. No somos responsables por el pecado de otros. Dios es el Juez, no nosotros de nosotros mismos. No nos compete evaluar nuestras vidas (1 Cor. 4:2-5).
La convicción de pecado, en cambio, es un regalo de parte de Dios para restaurar nuestra relación con Él. La Palabra de Dios define lo que es pecado, no nuestra ideología. Cualquier falta de amor hacia el otro es pecado, cualquier menosprecio de la santidad de Dios, y cualquier clase de idolatría, es decir, poner otra cosa en el lugar de Dios. El Espíritu Santo es el que nos convence de pecado, no nuestra idea de la vida ideal. El pecado es egoísmo, dureza de corazón, falta de compasión, falta de perdonar al otro, codicia, y cualquier otro incumplimiento de la ley de Dios. La gracia no hace innecesario el cumplimiento de la ley, sino que lo hace posible. No somos una ley para nosotros mismos. Por lo tanto, oramos: “Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamientos; y ve si hay en mí camino de perversidad, y guíame en el camino eterno” (Salmo 139:23, 24). El Espíritu Santo nos examina, nos convence de pecado, confesamos nuestro pecado, Dios nos perdona por causa de la sangre de Cristo, recibimos el perdón conseguido a este precio, damos gracias a Dios por el perdón, Dios nos ve limpios, y volvemos a sentir el gozo de nuestra salvación (Salmo 51:8-12).
Es muy importante aceptar el perdón de Dios (Miqueas 7:18, 19) por lo que hizo Cristo por ti en el Calvario y poner tu fe en que Dios está contigo para usar el pecado perdonado para bien en tu vida ahora. Él puede traer bien del mal. Lo puede usar para enseñarte, cambiarte, purificarte, y mostrarte amor y gracia en una abundancia que no sospechaste posible. No se trata de lo que mereces; se trata de la inexplicable gracia de Dios. Deja tu legalismo y tu sensación de culpa, y sumérgete en su maravillosa gracia. Él te sacará del hoyo de la culpa y pondrá tus pies sobre la roca y pondrá un cántico de alabanza en tu boca (Salmo 40:1-3).
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