“Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Dura cosa te es dar coces contra el aguijón” (Hechos 26:14).
Lectura: Hechos 26:12-18.
Puesto que esta expresión del aguijón es incomprensible para nosotros que no tenemos animales de carga, cito a un comentarista: “El término aguijón es en realidad una aguijada, un instrumento muy aguzado empleado para obligar a animales tercos a seguir adelante”. Viene a decir que te hace daño violar tus propias convicciones. En el caso de Pablo este aguijón habría sido su propia conciencia y la voz de convicción del Espíritu Santo. Había visto el testimonio de Esteban y no podía olvidar el poder y la gracia de Dios con él. Pablo había estado luchando contra el mismo Dios. La luz que vio en el camino a Damasco era la “shekiná”, la gloria de Dios, pero la voz era la de Jesús. Esto solo puede significar una cosa. En un segundo habría relacionado las dos para darse cuenta de la grandeza de su error y de su pecado. ¡Jesús era Dios!
Lo que nos llama la atención es la compasión con que habla Jesús: “Dura cosa te es dar coces contra el aguijón”. En efecto el Señor le está diciendo, “Pablo, te haces daño a ti mismo rebelándote contra Dios”. Y lo mismo es cierto de cada uno de nosotros cuando insistimos en nuestra propia voluntad: nos hacemos daño a nosotros mismos. Al Señor le damos pena. Ve cómo la rebeldía nos estropea, cómo nos cansa, cómo nos endurece, cómo nos ciega y cómo llega a ser una pesada carga para nosotros mismos. En lugar de hablarnos con palabras de condenación, el Señor nos habla con amor: “Deja de hacerte daño. Mi carga es ligera”. El Señor compara a Pablo con un burro obcecado, y así ha sido. Pablo reaccionó correctamente. En un instante se dio cuenta de que lo que él estaba haciendo era luchar contra Dios y preguntó: “Señor, ¿qué quieres tú que yo haga?” Reconoció que Jesús era el Mesías de Israel, el divino Hijo de Dios, y doblegó su voluntad ante la autoridad de Dios.
Esta escena nos recuerda a otra escena también, la del Juicio Final. En el Día del Juicio los inconversos verán la misma gran luz que brilla más que el sol al medio día, verán la gloria de Dios, y en un instante se darán cuenta de que han pasado toda la vida haciendo su propia voluntad, no la de Dios, que han perseguido a Jesús, y que, al hacerlo, se han hecho daño eterno. Ahora es demasiado tarde para rectificar. Pensaban que estaban haciendo lo correcto, pero ahora a todas luces ven que no. Les ha sido duro dar coces contra el aguijón, pero ahora lo que cosecharán es aún más duro, las consecuencias eternas de haber pasado la vida luchando contra Dios. O bien uno se cae del burro ahora, en esta vida, o bien tendrá esta experiencia de ver la luz cuando es demasiado tarde para rectificar. En ambos casos, la condenación es merecida. En el caso nuestro, hemos visto la luz a tiempo, nos hemos arrepentido y el Señor Jesús ha pagado las consecuencias de nuestra rebeldía. En el caso suyo, ellos mismos tendrán que pagar las consecuencias.
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