“No os toca a vosotros saber los tiempos o las sazones, que el Padre puso en su sola potestad; pero recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra. Y habiendo dicho estas cosas, viéndolo ellos, fue alzado, y le recibió una nube que le ocultó de sus ojos. Y estando ellos con los ojos puestos en el cielo, entre tanto que él se iba, he aquí se pusieron junto a ellos dos varones con vestiduras blancas” (Hechos 1:7-10).
Lectura: Hechos 1:1-6.
Jesús se fue de este mundo sin despedida alguna. Ni un adiós. Los discípulos no se echaron sobre el cuello de Jesús llorando. No nos extraña, porque siempre hemos sabido que su salida de este mundo se produjo en la forma que acabamos de leer. Pero si lo comparamos con las despedidas de Pablo en todos los puertos que visitó, y, sobre todo, con esta última despedida de los ancianos de Éfeso en Mileto, nos ponemos a pensar. Si Jesús hubiese tenido un barco o un avión esperándolo, si los discípulos hubiesen sabido de antemano que se iba a ir en este mismo momento, ¿cómo habrían reaccionado? ¿Qué habrían dicho? Ellos estaban pensando que, ahora que había muerto y resucitado, restauraría el reino a Israel. Creían que el próximo paso en su agenda sería la inauguración del Reino de Dios aquí en la tierra. Qué sorpresa más grande que, justo cuando estaban hablando de eso, Él volviese al cielo. Pero en realidad, todo estaba dicho. Jesús ya los había encomendado al Padre en su oración sacerdotal (Juan 17). Su formación de los doce ya estaba completa. Les había enseñado todo el consejo de Dios. Ellos, con la venida del Espíritu Santo, ya estarían preparados para llevar el evangelio al mundo entero, y lo harían de forma admirable y formidable.
Lo que notamos cuando lo pensamos es que no hay ninguna escena en la Biblia en que los discípulos o sus amigos, u otros creyentes se echasen sobre Jesús besándolo y llorando sobre su cuello. Lo más parecido es la mujer que lavó sus pies en Lucas 7. ¿Por qué es esto? ¿Por qué no vemos estas escenas entrañables de amor entre los creyentes y Jesús? Puede ser que fuera porque los creyentes en tiempos de Jesús no sabían que Él iba a morir por sus pecados y redimirlos. No sabían lo que le debían. No entendían la salvación que les estaba obrando, ni el coste, ni lo que implicaría para ellos. Solo sabían quién era y que podía hacer milagros y lo que enseñaba. No tenían ni idea de lo que le debían. Pero en tiempos del apóstol Pablo, ya sí lo entendían y sabían lo que Cristo había hecho por ellos. Entonces podían amarlo con conocimiento de causa.
Otra cosa es que los creyentes en tiempos de Jesús no tenían el Espíritu Santo para amar entrañablemente a Jesús: “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado” (Romanos 5:5). Esto fue posterior a Pentecostés. Antes no estaba su amor derramado en sus corazones. El género humano no tiene esta capacidad de amar. Pero en tiempos del apóstol Pablo, el Espíritu Santo ya había sido derramado y los creyentes se amaban de forma extraordinaria y amaban a Jesús con el amor sobrenatural de Dios que procedía del Espíritu Santo. Después de Pentecostés los discípulos ya amaban a Jesús de esta manera, pero Él ya se había ido al cielo. Todo esto da mucho que pensar. Que sepamos, nunca nadie abrazó a Jesús.
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