“Y ahora, hermanos, os encomiendo a Dios, y a la palabra de su gracia, que tiene poder para sobreedificaros y daros herencia con todos los santificados” (Hechos 20:32).
Lectura: Hechos 20:25-27.
Continuamos con la despedida de Pablo de los ancianos de Éfeso.
Pablo ha hecho todo lo que está en su poder para ayudar a estos amados hermanos. Ha cumplido su cometido de parte de Dios. Ya deja la congregación en manos de estos ancianos que él ha formado. Sabe que tendrán que esforzarse y velar por mantener la iglesia viva, porque vendrán hombres malos que harán mucho daño a la congregación y algunos de los mismos ancianos y miembros de la iglesia harán estragos entre su número. La iglesia sufrirá. Habrá divisiones. Algunos se irán. Pablo no estará allí para resolver los problemas que se presenten. Se va. No le queda más al apóstol que encomendarlos a la gracia de Dios, en un gran acto de fe. Con ternura, con su fe puesta en la capacidad de Dios para guardar a los suyos, los encomienda a su cuidado, “estando persuadido de esto, que el que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo” (Fil. 1:6).
Esta entrega del apóstol Pablo a los hermanos de Éfeso al cuidado de Dios nos recuerda al mismo acto de entrega que hizo el Señor Jesús cuando se iba. Después de llevar a cabo todo lo que le había encomendado el Padre, entregó a los suyos encarecidamente a la amorosa gracia y eficaz protección de Dios en oración diciendo: “Yo ruego por ellos, no ruego por el mundo, sino por los que me diste; porque tuyos son. Y ya no estoy en el mundo; mas éstos están en el mundo, y yo voy a ti. Padre santo, a los que me has dado, guárdalos en tu nombre” (Juan 17:9-11). La oposición que enfrentarán será feroz. Solo Dios puede guardar sus almas. Jesús y el Padre enviarán al Espíritu Santo desde el cielo para acompañar a los creyentes: “Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre; el Espíritu de Verdad, al cual el mundo no puede recibir, porque no le ve, ni le conoce, pero vosotros le conocéis, porque mora con vosotros, y estará en vosotros. No os dejare huérfanos” (Juan 14:16-18). Habría sido muy duro para los discípulos cuando el Señor Jesús se fue. Era duro para Jesús también. Pero Él no los dejaría abandonados, sino en el cuidado del Padre y con la presencia del Espíritu Santo, con ellos y en ellos. El apóstol Pablo dejó a estos creyentes de Éfeso al cuidado de los ancianos de la iglesia, bajo la protección de Dios y con la presencia del Espíritu Santo, íntimamente relacionado con ellos.
Cuando nosotros tenemos que dejar a hermanos a los cuales hemos estado ministrando, o a nuestros propios hijos, cuando ya les hemos dado toda la formación posible y van a salir de casa, tenemos la misma confianza. Los encomendamos a la gracia de Dios, poniendo nuestra fe en que Él puede llegar donde nosotros ya no podemos. No estarán solos: “Y aquel que es poderoso para guardaros sin caída, y presentaros sin mancha delante de su gloria con gran alegría, al único y sabio Dios, nuestro Salvador, sea gloria y majestad, imperio y potencia, ahora y por todos los siglos. Amén” (Judas 24, 25).
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