“Dando en un lugar de dos aguas, hicieron encallar la nave; y la proa, hincada, quedó inmóvil, y la popa se abría con la violencia del mar. Entonces los soldados acordaron matar a los presos, para que ninguno se fugase nadando” (Hechos 27:41, 42).
Lectura: Hechos 27:43, 44.
El centurión ahora le tiene mucho aprecio a Pablo y no permite que los soldados lo maten. Así que, nadando, o cogidos a trozos de la barca, todos los 276 que viajaban con Pablo llegaron con vida a tierra, tal como Pablo había profetizado (27:24). La isla a donde habían llegado se llamaba Malta. Los habitantes de esta isla eran muy humanos y atendieron con compasión a los náufragos. Les hicieron un fuego en la playa para que se secasen. Ayudándolos a recoger leña Pablo fue mordido por una víbora. Los nativos esperaban que se cayese muerto, pero cuando eso no ocurrió, sacaron la conclusión de que era un dios. El hombre principal de la isla les dio hospitalidad tres días y Pablo sanó a su padre, y luego, al verlo, los habitantes de la isla trajeron a todos sus enfermos y Pablo los sanó. Todo esto lo tenía que haber visto el centurión, sobre todo, cuando estas personas agradecidas les llenaron de provisiones: “cuando zarpamos, nos cargaron de las cosas necesarias” (28:10). ¡Qué experiencias en aquella isla! ¡Cuántos de los habitantes habrían encontrado al Señor! ¡Qué hermoso lo que Dios estaba haciendo en aquel viaje!
Continuaron su viaje, y dos días más tarde llegaron a Puteoli, “donde habiendo hallado hermanos, nos rogaron que nos quedásemos con ellos siente días” (28:14). Esta es la hospitalidad cristiana que da fe que el evangelio es verdad. Estas cosas no ocurren en este mundo. El centurión veía que constantemente los cristianos se amaban y se ayudaban. Este amor y solicitud es parte de una cultura que no se debe a ninguna de este mundo, sino a la del Reino de Dios.
“Cuando llegamos a Roma, el centurión entregó los presos al prefecto militar, pero a Pablo se le permitió vivir aparte, con un soldado que le custodiase” (28:16). El centurión habría hablado de Pablo a las autoridades y habría procurado que lo tratasen con privilegios especiales. Debía su vida a este siervo de Dios. Había visto a Dios moverse en él y había visto los milagros del Espíritu Santo realizados por él, profecías cumplidas, el amor de Dios para con todos manifestado por medio de él, y la hermosa relación que existía entre los cristianos. Y así Julio entregó a uno de los hombres más grandes que el mundo jamás ha visto a la custodia del prefecto militar y se ausentó de él. No se nos relata esta despedida. No sabemos si Julio el centurión se convirtió. Era un hombre noble y honesto, humano y justo, y yo, por mi parte estaría muy contenta de verlo en el Reino de Dios.
No podemos por menos que hacernos la pregunta: ¿Qué de las personas que viajan conmigo en el barco de la vida? ¿Qué impresión les causo? ¿Qué ven ellos del amor de Dios en mí y de la relación que sostengo con los hermanos en la fe? Que Dios me conceda a mí también todos los que navegan conmigo (27:24).
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