“También dijo: Un hombre tenía dos hijos; y el menor de ellos dijo a su padre…” (Lucas 15:11).
Un padre tenía dos hijos: uno libertino y otro legalista. Ninguno de los dos actuaba en calidad de hijo. El menor era el famoso hijo pródigo, que se alejó del padre para encontrar placer en el mundo. El mayor se quedó con el padre, pero tampoco tenía una relación cercana y cariñosa con él. Siempre había cumplido con todo su deber, pero nunca había entrado en sus privilegios como hijo; nunca había pedido nada a su padre. Su descripción de su vida es: “siempre te he servido”. Pero el padre no quería siervos, quería hijos. Ya tenía criados y jornaleros. El plan del hijo menor era regresar a la casa de su padre y ser un jornalero más. El mayor era siervo y el menor quería ser jornalero, pero el padre no quería esto; ¡quería hijos!
¡Cuánto nos equivocamos cuando pensamos que Dios nos quiere como siervas, que se contenta con vernos activas en ministerios, yendo a cultos o cumpliendo con nuestros deberes!
Cuando volvió el hijo menor, el padre no lo mandó al campo a trabajar: ¡le montó una fiesta! Lo que quería el padre era tenerlo en casa en calidad de hijo y gozar de sus privilegios como tal. Tenía siervos que lo vistieran y le prepararan la fiesta. Él no era siervo; era hijo.
Y el padre quería que el mayor dejase de servirle en el campo (v. 25) y que viniese a la fiesta. El mayor nunca había gozado de sus privilegios como hijo. Podría haber tenido muchas fiestas, pero nunca las había pedido, no se había enterado que entraban dentro de sus posibilidades como hijo. El padre ya tenía jornaleros y criados, lo que no tenía era hijos ¡Y ESTO ES LO QUE QUERÍA!
¡Cuántos privilegios tenemos como hijas que no disfrutamos porque pensamos que lo que el Padre quiere es sacar más trabajo de nosotras! Podríamos haber tenido muchas fiestas ya, tiempos de gozo y celebración con Dios: celebrar lo que está haciendo en las vidas de nuestros hermanos, celebrar su obra de salvación y restauración, gozar de su abundancia, de nuestro completo perdón, de la ropa nueva de justicia perfecta con la cual el Padre nos ha vestido. Podríamos haber pedido muchas cosas, porque todo lo que el Padre tiene es nuestro: “Todas mis cosas son tuyas” (v. 31). ¡Pidamos, pues! ¡Dios es un Dios de fiestas, de celebraciones y de gozo!
Oh Padre, soy tu hija, para conocer tu corazón de Padre, para gozarme contigo de toda tu abundancia, para lucir mi ropa nueva de justicia, para utilizar mis privilegios como hija y pedirte lo que mi corazón quiere. Todo lo tuyo es mío. ¡Soy hija! Hoy quiero disfrutar de mi estatus de hija y de tu asombrosa gracia de Padre. Amén.
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