“Cuando entró en Jerusalén, toda la ciudad se conmovió, diciendo: “¿Quién es éste?” Y la gente decía: Este es Jesús el profeta, de Nazaret de Galilea” (Mateo 21:10, 11).
Lectura: Mateo 21:6-11.
Cuando Jesús entró en Jerusalén en lo que algunos llaman “la entrada triunfal”, la gente preguntaba: ¿Quién es éste?, y otros respondieron: “El profeta de Galilea”. Esta respuesta no es muy acertada. Él es mucho más que un profeta y no procedía inicialmente de Galilea. Es el eterno Hijo de Dios hecho hombre. Lo que decían los niños era mucho más exacto: “¡Hosanna al Hijo de David!” (21:15). Éste era el heredero legítimo del trono de David, el Mesías de Israel. Pero Israel no reconoció a su Mesías. Por tanto, el relato siguiente es el de la maldición de la higuera estéril: Israel no dio el fruto esperado. Cuando Jesús fue al templo, los principales sacerdotes y los ancianos del pueblo también preguntaron a Jesús acerca de su identidad: “¿Con qué autoridad haces estas cosas? ¿Quién te dio esta autoridad?” (21:23). La respuesta sería: “Mi Padre”, pero Jesús no les dijo quién era, ni quién le dio la autoridad que tenía, porque ellos no lo querían saber. La evidencia la tenían delante de sus ojos, pero no querían creerla.
Por lo tanto, Jesús les contó una parábola. Un hombre tenía dos hijos y uno dijo que lo obedecería, pero no lo hizo. El otro dijo que no lo obedecería, pero después hizo lo que el Padre le pedía. Jesús mismo dio la interpretación: “De cierto os digo que los publicanos y las rameras van delante de vosotros al reino de Dios. Porque vino a vosotros Juan en camino de justicia, y no le creísteis; pero los publicanos y las rameras le creyeron; y vosotros, viendo esto, no os arrepentisteis después para creerle” (21:31, 32). Con esta parábola Jesús contesta a la pregunta de dónde viene su autoridad, del mismo lugar de donde vino la autoridad de Juan el Bautista, a quien ellos rechazaron. No se arrepintieron con su predicación y, por ello se condenan. Jesús usó su autoridad para declararlos fuera del Reino de Dios.
Este capítulo termina con la parábola de la viña y los labradores malvados. Dios estaba esperando fruto de Israel, su viña. Envió a siervos a recogerlo, pero fueron maltratados. Envió a otros y les pasó lo mismo. Y a otros con el mismo resultado. Los labradores maltrataron a todos los que el padre de familia enviaba. Y cuando el padre envió a su propio hijo lo mataron y lo echaron fuera de la viña para apoderarse ellos de lo que correspondía al hijo del dueño de la viña. Con esta parábola, los principales sacerdotes y los ancianos del pueblo tenían la respuesta a todas sus preguntas, ¡y más información de la que pedían! Todo queda clarísimo. La viña es Israel (Is. 5), el Padre de familia es Dios. El heredero de todo lo que pertenece al Padre es Jesús, el Hijo. Israel rechazó a los profetas que Dios envió a Israel, y ahora los líderes del pueblo van a matar al Hijo de Dios para apoderarse de lo que pertenece a Dios. Pretenden quedarse con la herencia que el Padre tiene destinada para su Hijo. Pero serán destruidos (21:44).
Al final del capítulo saben con una claridad diáfana “Quién es éste” y quiénes son ellos y lo que les espera. Se condenan por ser malos labradores, por ser ladrones, usurpadores, traidores y asesinos del Hijo de Dios. Han sido delatados y su plan fracasará.
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