“Sin embargo, es necesario que hoy y mañana y pasado mañana siga mi camino; porque no es posible que un profeta muera fuera de Jerusalén. ¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas, y apedreas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina a sus polluelos debajo de sus alas, y no quisiste! He aquí vuestra casa es dejado desierto; y os digo que no me veréis, hasta que llegue el tiempo en que digáis: Bendito el que viene en nombre del Señor” (Lucas 13:33-35).
Lectura: Lucas 13:31-33.
“Aquel mismo día llegaron unos fariseos, diciéndole: Sal, y vete de aquí, porque Herodes te quiere matar” (13:31). Jesús no iba a huir para salvarse la vida. Sabe que tiene que morir en Jerusalén, pero que no moriría hasta terminar su trabajo: “No es posible que un profeta muera fuera de Jerusalén”. Jesús tenía muy claro su identidad como profeta. Se conmueve pensando en la suerte que han tenido que sufrir los profetas que le antecedieron. Todos habían sido desacreditados y puestos a muerte. Jesús se cuenta como uno de ellos. Sin embargo, lo que lo conmueve no es su propia muerte, sino la condena de los que piensan que son el pueblo de Dios. Han rechazado al último y más grande de los profetas de Dios y ya no hay salvación para ellos. Esto lo conmueve a lágrimas al Salvador.
Cuando Jesús salió del Templo (Mat. 24:1) dijo con suma tristeza: “He aquí vuestra casa os es dejada desierta; porque os digo que desde ahora no me veréis, hasta que digáis: Bendito el que viene en nombre del Señor” (Mateo 23:38-39). La casa en cuestión es el Templo de Jerusalén. Es dejado desierto, porque Él ha salido para no volver nunca más hasta el día en que vuelva a esta tierra en su segunda venida. Se está acordando de cómo la gloria de la presencia de Dios salió del Templo en tiempos de Ezequiel dejando el Templo vacío. Ya no tenía motivo de ser sin Dios en él. Ni ahora: Jesús había salido de él. Se habrá consolado recordando lo que escribió Ezequiel de la gloria de Dios llenando el Templo de nuevo, pensando en su segunda venida. Él estaba cumpliendo las Escrituras de los profetas en su propia carne.
En este contexto Jesús predice la destrucción del Templo: “Cuando Jesús salió del templo y se iba, se acercaron sus discípulos para mostrarle los edificios del templo. Respondiendo él, les dijo: ¿Veis todo esto? De cierto os digo, que no quedará aquí piedra sobre piedra, que no sea derribada. Y estando él sentado en el monte de los Olivos, los discípulos se le acercaron aparte, diciendo: Dinos, ¿cuándo serán estas cosas, y qué señal habrá de tu venida, y del fin del siglo?” (Mat. 24:1-3). Como ya hemos dicho, el éxodo del templo de Jesús siguió la misma ruta del éxodo de la gloria de Dios siglos anteriores. La presencia de Dios ascendió al cielo desde el Monte de los Olivos (Ez. 11:23) y Jesús hizo lo mismo (Hechos 1:12; Lu. 24:50).
Tal como Jesús había profetizado, el Templo fue destruido por los romanos (en el año 70 d. C.), y no quedó piedra sobre piedra. Nunca ha sido reconstruido. No hace falta que lo sea, porque el perdón de pecados no se consigue por medio de los sacrificios de animales realizados sobre sus alteres, ya que el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo ha sido sacrificado en el altar del Calvario ofreciendo eterna salvación a todo aquel que viene a Dios por medio de él. Jesús ascendió al cielo desde el monte de los Olivos, como había hecho la presencia de Dios en tiempos de Ezequiel y volverá para llenar el verdadero templo de Dios compuesto por piedras vivas. En su venida brillará con la gloria shekhiná de la presencia de Dios, la gloria que tuvo Jesús con el Padre antes de que el mundo fuese.
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