“Habitaréis en la tierra que di a vuestros padres, y vosotros me seréis por pueblo, y yo seré a vosotros por Dios” (Ezequiel 36:28).
Lectura: Ez. 36:24-27.
Jesús se habría gozado y habría sido confirmado en su fe con los escritos del profeta Ezequiel cuando habla de cómo Dios va a salvar a su pueblo, por la obra del Espíritu Santo y la vida en el futuro Reino de Dios. Por amor a su Nombre, Dios promete traer de nuevo a Israel a sus ovejas de todos los países donde estaban esparcidas. Los limpiará de sus inmundicias, les dará un nuevo corazón, pondrá dentro de ellos su Espíritu, ¡y ellos guardarán su ley! (Ez. 36:24-27). Por medio de su Palabra y de su Espíritu dará vida a estos huesos secos (Ez. 371-14): “Me dijo entonces: Profetiza sobre estos huesos, y diles: Huesos secos, oíd palabra de Jehová” (37:4); “Y me dijo: Profetiza al espíritu, profetiza, hijo de hombre, y di al espíritu: así ha dicho Jehová el Señor: Espíritu, ven de los cuatro vientos, y sopla sobre estos muertos, y vivirán” (37:9). Así hizo, y los muertos (¡y más que muertos, ya medio descompuestos!) cobraron vida y se pusieron sobre sus pies y formaron un ejército grande. La Palabra y el Espíritu en conjunto dan vida a los muertos.
Al principio de su profecía, Ezequiel había hablado de cómo la gloria de Dios abandonaba el Templo, poco a poco, hasta desaparecer de Israel (Ez. 10:1-11:25); Dios ya no viviría en medio de su pueblo. Cuando Jesús salió del Templo la última vez antes de su muerte, tomó la misma ruta que la shekhiná gloria había tomado al irse de Israel. En los capítulos 40 a 43 el profeta predice el retorno de la gloria de Dios y cómo llenará de nuevo el tiemplo hecho de piedras vivas. El templo es el pueblo regenerado de Dios en el Reino de Dios, con Dios viviendo en medio de su pueblo ya eternamente. El apóstol Pedro describe este templo del cual Jesús es la piedra angular y la última piedra (1 Pedro 2:4-8), y el apóstol Juan habla de la Nueva Jerusalén: “Y no vi en ella templo; porque el Señor Dios Todopoderoso es el templo de ella, y el Cordero” (Ap. 21:22). Y Juan habla del mismo río del Espíritu que Ezequiel describe en su profecía (Ez. 47): “Después me mostró un río limpio de agua de vida, resplandeciente como cristal, que salía del trono de Dios y del Cordero” (Ap. 22:1ss). Ezequiel dice: “Me hizo volver luego a la entrada de la casa (templo); y he aquí aguas que salían de debajo del umbral de la casa” (Ez. 47:1). “Y toda alma viviente que nadare por dondequiera que entraren estos dos ríos vivirá…Y junto al río, en la ribera, a uno y otro lado, crecerá toda clase de árboles frutales; sus hojas nunca caerán, ni faltará su fruto. A su tiempo madurará, porque sus aguas salen del santuario; y su fruto será para comer, y su hoja para medicina” (Ez. 47:9, 12). Juan nos habla más de estos árboles: “En medio de la calle de la ciudad, y a uno y otro lado del río, estaba el árbol de la vida (Gen. 3:22), que produce doce frutos, dando cada mes su fruto, y las hojas del árbol eran para la sanidad de las naciones” (Apoc. 22:2). La Cruz es este árbol de vida que da sanidad a todo aquel que come su fruto.
Le belleza de lo que el profeta y el apóstol juntos describen nos sobrepasa. Aquí vemos a Dios en medio de una sociedad redimida viviendo en el Espíritu una vida de justicia y paz centrada en Dios. Las dimensiones del templo y la justa división de la tierra hablan de la perfección, el equilibrio, la armonía, las buenas relaciones entre los habitantes y la perfecta paz que disfruta una sociedad con Dios como su centro: “Y oí una gran voz del trono que decía: He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres, y él morará con ellos; y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su Dios” (Apoc. 21:3). Dios es el Tabernáculo, la Cruz es sanidad y salvación, y el Espíritu da la vida eterna. Jesús dijo: “El que bebiere del agua que yo le daré no tendrá sed jamás; sino que… será en él una fuente de agua que salte para vida eterna” (Juan 4:14). ¡Alabado sea Dios!
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