“¡Oh si mi cabeza se hiciese aguas, y mis ojos fuentes de lágrimas, para que llore día y noche los muertos de la hija de mi pueblo!” (Jeremías 9:1).
Lectura: Jeremías 8:20-22.
Jesús tenía mucho en común con el profeta Jeremías. Ambos amaban a su pueblo entrañablemente; su corazón estaba quebrantado por la ira de Dios que iba a caer sobre él por su adulterio espiritual. Jeremías dijo: “¡Oh, quien me diese en el desierto un albergue de caminantes, para que dejase a mi pueblo, y de ellos me apartase! Porque todos ellos son adúlteros, congregación de prevaricadores” (9:2). Quería escaparse de este pueblo al que tanto amaba para dejar de sufrir viendo la dureza de su corazón. Cuando los llamaba adúlteros, no era con tono de insulto, sino con lágrimas, porque conocía su fin. ¿Cómo puede alguien amar tanto a un pueblo que le hace tanto daño? Lo suyo era un amor de entrega hasta la muerte a un pueblo que quería verlo muerto e intentaba matarlo repetidamente (11:21). En Jeremías, Dios encontró un hombre según su corazón, el mismo corazón que latía en Jesús. Dios dice: “He dejado mi casa, desamparé mi heredad, he entregado lo que amaba mi alma en manos de sus enemigos” (12:7). Dios no ejecuta su ira con alegría, sino con el corazón destrozado. En Jeremías, el Señor Dios encontró a un hombre que podía llorar con Él sobre la tragedia de su amado pueblo.
Jeremías vivió al final del reino de Judá, justo antes y durante el tiempo de la destrucción de Jerusalén y la deportación a Babilonia. Israel había cruzado la línea de no retorno: “Me dijo Jehová: No ruegues por este pueblo para bien. Cuando ayunen, yo no oiré su clamor, y cuando ofrezcan holocausto y ofrenda no lo aceptaré, sino que los consumiré con espada, con hambre y con pestilencia” (14:11, 12). Jeremías lo vivió.
Jesús encontró la misma dureza de corazón y rechazo que encontró Jeremías: “A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron” (Juan 1:11); encontró la misma animosidad e incredulidad que había conocido el profeta siglos antes. Cuántas veces tuvo Jesús que advertir sobre el juicio de Dios que vendría sobre los que profesaban fe, pero no conocían a Dios. Tuvo que hablar del lugar del “llanto y el crujir de dientes”, mucho peor que el juicio y la destrucción que causó Babilonia. Jesús tuvo que combatir a los profetas falsos que contradecían sus advertencias tal como lo había hecho el profeta. Pero en ambos casos, hubo los que respondían y creían el mensaje.
Jeremías predijo el nuevo pacto que introdujo Jesús: “He aquí que vienen días, dice Jehová, en los cuales haré nuevo pacto con la casa de Israel y con la casa de Judá… Este es el pacto que haré con la casa de Israel después de aquellos días, dice Jehová: Daré mi ley en su mente, y la escribiré en su corazón: y yo seré a ellos por Dios, y ellos me serán por pueblo” (Jer. 31:31-33). Jesús cumplió la profecía de Jeremías: “De igual manera, después que hubo cenado, tomó la copa, diciendo: Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre, que por vosotros se derrama” (Lu. 22:20). El nuevo pacto consiste en obedecer la ley de Dios de corazón, porque Dios la ha escrito en el corazón regenerado que ama a Dios y se deleita en hacer su voluntad. Jeremías se habría regocijado al ver su día, pero Dios dejó este privilegio para otros. Jeremías miraba delante, Jesús lo introdujo, y nosotros miramos atrás cuando celebramos la mesa del Señor y delante cuando anticipamos la venida del Reino de Dios en toda su plenitud.
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