JESÚS Y LOS PROFETAS (1)

“¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas, y apedreas a los que te son enviados! (Mateo 23:37).
 
Lectura: Lucas 11:47-51.
 
            Jesús tuvo una relación muy especial con los profetas. Los amaba personalmente. Se identificaba con su fidelidad a Dios, con el rechazo que sufrieron por la incredulidad del pueblo, sus lágrimas, su soledad, sus intercesiones, su santidad, y con lo que les costaba en sufrimiento físico, emocional y espiritual el pecado del pueblo de Dios. Viendo sus vidas entendía como iba a ir la suya y sentía una comunión espiritual con aquellos que habían pasado por el sendero por donde Él pasaba ahora. Jesús los entendía, se identificaba con ellos y se sentía entendido por ellos.
 
En el monte de la transfiguración Jesús habló con dos profetas, Moisés y Elías, “quienes aparecieron rodeados de gloria, y hablaban de su partida, que iba Jesús a cumplir en Jerusalén” (Lu. 9:31). No estaban muertos. Ellos entendían lo que es sufrir por el rechazo del pueblo que llevaba el nombre del “pueblo de Dios”. El pueblo quería matar a Moisés y volver a Egipto. Elías creía que él era el único que quedaba fiel a Dios en Israel. Vivían lo que vivía Jesús. Los dos habían tenido muertes especiales, Moisés al borde de la tierra prometida, y Elías que subió al cielo físicamente. Jesús iba a llevar a su pueblo al borde de la tierra prometida, a una nueva vida en el Espíritu. Los apóstoles iban a terminar su obra después de Pentecostés, de la misma manera que Josué terminó la obra de Moisés. Jesús iba a ascender al cielo como lo hizo Elías. Jesús habrá sido fortalecido por la comunión con ellos antes de padecer. 
 
Continuando con el tema de Jesús y los profetas, Jesús dijo al pueblo: “¡Ay de vosotros, que edificáis los sepulcros de los profetas a quienes mataron vuestros padres!” (Lu. 11:47). Acusa a sus padres de ser asesinos, sordos ante la voz de Dios e incrédulos, y los acusa a ellos de ser iguales, y también hipócritas e inconsecuentes, haciendo ver que ellos no habrían cometido semejante barbaridad, pues ellos veneraban a los profetas; pero la verdad es que eran igualmente rebeldes. Jesús sabía lo que era servir a un pueblo que profesaba fe, mientras que eran rebeldes de corazón. Cuántas veces Jesús habría pensado en lo que dijo Isaías: “Este pueblo se acerca a mí con su boca, y con sus labios me honra, pero su corazón está lejos de mí” (Is. 29:13). ¡Y cuántas veces habría dado gracias a su Padre por Isaías!
 
Al pueblo Jesús lo convence de pecado: “De modo que sois testigos y consentidores de los hechos de vuestros padres; porque a la verdad ellos los mataron, y vosotros edificáis sus sepulcros” (Lu. 11: 48), ¡terminaron la obra de sus padres! “Por eso la sabiduría de Dios también dijo: Les enviaré profetas y apóstoles; y de ellos, a unos matarán y a otros perseguirán, para que se demande de esta generación la sangre de todos los profetas que se ha derramado desde la fundación del mundo, desde la sangre de Abel hasta la sangre de Zacarías, que murió entre el altar y el templo; sí, os digo que será demandada de esta generación” (11:49-51). Ellos estaban a punto de matar al último y más grande de los profetas, a Jesús, y ¡cómo se identificaba Jesús con toda la línea de los profetas!   

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