“Cuando se celebraba el cumpleaños de Herodes, la hija de Herodías danzó en medio, y agradó a Herodes” (Mateo 14:6).
Lectura: Mateo 14:7-12.
Ya podemos imaginar cómo fue este banquete: una comilona con danza erótica y seductiva, asesinato y sangre. Este Herodes creía en Dios, creía en la resurrección de los muertos, sabía que Juan el bautista era profeta de Dios y lo mató a sangre fría para agradar a sus invitados. Todo esto nos repugna.
A continuación, otro Rey celebra otra comida. “Oyéndolo Jesús (lo de Herodes), se apartó de allí en una barca a un lugar desierto y apartado” (14:14). Quería estar a solas y orar, pero no fue posible porque se presentó una gran multitud, y Jesús tuvo compasión de ellos, y los atendió. Cuando llegó la noche tenían hambre, y Jesús les dio de comer. Se produjo el banquete de la multiplicación de los panes y los peces y comieron “5.000 hombres, sin contar las mujeres y los niños”, en la mesa de Dios. Todos comieron y fueron saciados. No hubo desperdicio alguno. Recogieron lo que les sobró. No hubo embriaguez, no hubo un espectáculo erótico, no hubo violencia y muerte, ni hubo el lujo suntuoso del palacio, sino todo lo contrario. Todos se sentaron tranquilamente en la hierba y comieron lo que necesitaban. El único espectáculo fue la milagrosa multiplicación de los panes y peces, pero se hizo sin dramatismo, sencillamente, sin fanfarronería. Todos comieron de la mano de Dios. No hubo el ambiente de desenfreno del palacio, sino la paz de la presencia de Dios.
Las celebraciones del mundo te dejan vacío, pero la sencilla comida servida de la mano de Dios te llena por completo. De Jesús se cumplió la promesa que dice: “Tú aderezas mesa delante de mí en presencia de mis angustiadores” (Salmo 23:5), y nos invita a todos a esta mesa.
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