“Éste será grande, y será llamado Hijo del Altísimo; y el Señor Dios le dará el trono de David su padre; y reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin” (Lucas 1: 32, 33).
Lectura: Lucas 2:27-35.
En estas devocionales ya hemos hablado mucho de María, la madre de Jesús. En un sentido ella nos representa a todos nosotros en su deseo de ver cumplidas todas las promesas de Dios y experimentar la gloria del Reino de su amado Hijo. Para ella fue toda una vida de espera, para nosotros también. De espera y preparación. María sabía quién era Jesús. Lo que no había preguntado al ángel era cuándo todo lo prometido iba a ocurrir. Ella esperó durante treinta años, y, aunque Jesús era un hijo ejemplar, no había ninguna evidencia de que fuera a reinar. Cuando tuvo discípulos, ella habría pensado que ya llegaba el momento deseado. Ella le dijo que hiciese un milagro en la boda de Caná, pero Él dijo que el tiempo no había llegado todavía de llevar a cabo todo lo que ella esperaba. Cuando predicó en Nazaret, ella recibió un gran chasco con el rechazo de su propio pueblo. Cuando todo el mundo creía que estaba loco, y ella y sus hermanos fueron a buscarlo y Jesús no les hizo caso, ella recibió otro chasco. Con la llegada de la Pascua y el domingo de ramos, seguramente estaba a punto de llegar el Reino, pero no, en vez de eso, Jesús fue crucificado. Para ella, incomprensible. Luego, con la resurrección, seguramente el Señor traerá el reino a Israel en aquellos tiempos, pero no, Jesús se fue al cielo. Muy difícil para María. Tendría que seguir esperando hasta que volviese otra vez. No iba ver sus deseos realizados en esta vida, sino en la otra.
Lo mismo paso con María Magdalena. Cuando ella se agarró a los pies de Jesús después de la resurrección, creía que ya había llegado el día del complimiento de todos sus deseos, que ya tendría Jesús con ella para siempre, pero él le dijo que no, que tenía que subir a su Padre antes, y allí está todavía, preparando todas las cosas para su Reino.
Todos nosotros tenemos sueños, y deseos de éxito en la vida, y de ver realizados nuestros anhelos y aspiraciones. Trabajamos, planeamos y estudiamos con este fin. Hacemos grandes esfuerzos para ver fructificar los deseos de nuestro corazón, de realizarnos, de alcanzar la felicidad completa, pero el mundo no se centra en nosotros y nuestra felicidad, sino en algo mucho más grande y esto no llegará en esta vida, porque este mundo está marcado de ambición egoísta, avaricia, e injusticia. Somos como María; no vamos a ver lo que tanto deseamos en esta vida, tenemos que esperar la venida del Señor cuando todo el mundo estará en el lugar que le corresponde y habrá justicia en plenitud. Todo lo que nos pasa aquí nos está preparando para aquel día. Aquí nuestro carácter se va perfeccionando; en aquel día seremos las personas que deberíamos ser para poder recibir todo lo que vendrá; nuestro trabajo dará su fruto y nuestras visiones encontrarán su complimiento total. Y por entender la naturaleza de esta vida y tener definidos nuestros deseos, por haber trabajado correctamente hacía su cumplimiento, y comprender la imposibilidad de verlos realizados aquí, apreciaremos mucho más la vida en el Reino cuando venga en su forma completa. Felices los que esperan su venida (2 Tim. 4:8).
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