“Mas cuando llegaron a Jesús, como le vieron muerto, no le quebrantaron las piernas. Pero uno de los soldados le abrió el costado con una lanza, y al instante salió sangre y agua” (Juan 19:33, 34).
Lectura: Juan 19:31-37.
Gloria sea a Jesús, quien, en medio de dolores amargos,
¡Derramó para mí la sangre de vida de sus sagradas venas!
Gracia y vida eterna en aquella sangre encuentro;
Bendita sea su compasión, infinitamente bondadosa.
Bendito a través de las edades sea el manantial precioso
Emanando de tormentos infinitos puede al mundo redimir.
La sangre de Abel clama al cielo demandando venganza;
Pero la Sangre de Jesús clama suplicando nuestro perdón.
Siempre que el mundo se conmueve en alabanza al cielo,
Millares de ángeles, regocijándose, hacen su feliz contestación.
Alcemos, pues, nuestras voces, aumentemos el potente torrente;
¡Fuerte, y aún más fuerte, alabemos la preciosa Sangre! Amén.
Italiano, s. XVIII
No hay tema en toda la Biblia más importante que el tema de la Sangre de Jesús. Es la que tiene la potencia de restaurar la raza humana a una correcta relación con Dios, aplaca la ira de Dios, nos reconcilia con Dios; es el medio de nuestra salvación; es lo que resuelve el dilema de nuestro pecado, satisface la justicia de Dios, nos justifica delante de Él, limpia y quita de en medio nuestro pecado, sana nuestra rebeldía y nos deja como si nunca hubiésemos pecado. Es el remedio para la condición humana, la esperanza que no defrauda nunca.
El agua que salió del lado herido de Jesús es el medio de nuestra transformación. Representa al Espíritu Santo, el Río que fluye del trono de Dios e inunda toda la tierra. La Sangre nos limpia y el Espíritu nos transforma. La persona limpiada necesita una nueva naturaleza para no continuar pecando. Esta viene por medio del nuevo nacimiento en el Espíritu. Sin la obra del Espíritu, estaríamos limpios, pero con la misma propensión de pecar como siempre. El Espíritu llega a los orígenes de nuestro mal, del porqué hacemos lo que hacemos, y nos transforma de raíz.
Las personas que solamente se han reformado, vuelven a su vieja vida de pecado, pero las que han sido perdonadas y regeneradas son transformadas para siempre. La sangre nos limpia y el Espíritu nos cambia para que no queramos pecar, porque ya no nos viene de naturaleza. Alabanza para siempre a la doble solución de nuestra humanidad caída que nos transforma en hijos de Dios.
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