“Tomaron también a Lot, hijo del hermano de Abraham, que moraba en Sodoma, y sus bienes, y se fueron. Y vino uno de los que escaparon, y lo anunció a Abraham el hebreo, que habitaba en el encinar de Mamre el amorreo” (Gen. 14:12, 13).
Lectura: Gen. 14:14-16.
Tanto Abraham como David tuvieron la experiencia de tener a familiares robados por el enemigo. ¿Qué haces si pierdes a uno de tus hijos, o hermanos, a los enemigos de Dios? ¿Te resignas? ¿O vas al rescate? Lo siguiente es lo que hicieron estos dos hombres de Dios.
Abraham. Cuando Abraham “oyó que su pariente estaba prisionero, armó sus criados, los nacidos en su casa, los siguió… y les atacó… Y recobró todos los bienes, y también a Lot su pariente y sus bienes, y a las mujeres y demás gente” (14:14-16). La reacción de Abraham fue inmediata, salió a rescatar a su sobrino. No dudó un momento. No pensó: “Pues, se lo ha buscado. ¿Qué hace viviendo en Sodoma? Si tanto quiere a esta gente, que sufra con ellos las consecuencias de sus malas decisiones. Es su vida. A ver como él lo resuelve”. No, Abraham no malgastó su tiempo con acusaciones, salió al rescate de Lot, y Dios le dio la victoria sobre el enemigo: Melquisedec, quien simboliza a Cristo, salió a su encuentro después de la batalla y le dijo: “Bendito sea el Dios Altísimo, que entregó tus enemigos en tu mano” (14:20). Cuando un hijo nuestro se nos va al mundo, este texto nos anima a luchar por él, en oración y de manera práctica, hasta conseguir su rescate, confiando en que Dios derrotará al enemigo de su alma, y lo pondrá en libertad. Dios no recrimina; liberta. Y nosotros colaboramos con Él.
David. En un momento de poca fe, David se refugió con los filisteos, y ¡se encontró formando parte de su ejército que iba a atacar a Israel! Por un milagro de Dios los príncipes de los filisteos no quisieron la colaboración de David y su banda y los mandaron a casa. Cuando llegaron a su campamento encontraron que en su ausencia los amalecitas habían llevado cautivos a todos sus familiares: “Vino, pues, David con los suyos a la ciudad, y he aquí que estaba quemada, y sus mujeres y sus hijos e hijas habían sido llevados cautivos” (1 Sam. 30:3). Lloraron hasta que no tuvieron más fuerzas para llorar. Por un descuido nuestro podemos dar oportunidad al enemigo a llevarse a los nuestros. David no se hundió en la culpa o en la depresión; él y sus hombres salieron en búsqueda del enemigo y sus cautivos. Con la ayuda de Dios los encontraron, los derrotaron y rescataron a todos sus familiares: “Y libró David todo lo que los amalecitas habían tomado, y asimismo liberó a sus dos mujeres Y no les faltó cosa alguna” (1 Sam. 30:18, 19).
La captura de Lot no fue culpa de Abraham; la captura de los familiares de David, sí que fue su culpa, pero en ambos casos Dios intervino e hizo posible la recuperación de lo que el enemigo había robado. ¡Hasta allí llega la misericordia de Dios! Tanto si es por nuestra culpa, como si no lo es, tenemos que movernos y luchar para recuperar a los familiares que el enemigo nos ha robado, y Dios estará con nosotros como estaba con Abraham y David, y nos dará la victoria, porque es su voluntad que el enemigo no se quede con nuestros familiares.
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