NUESTRA SALIDA

“Mas Jesús, dando una gran voz, expiró. Y el centurión que estaba frente a él, viendo que después de clamar había expirado así, dijo: Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios” (Marcos 15:37, 39).
 
Lectura: Marcos 15:33-39.
 
            Tanto la entrada de Jesús como su salida del mundo fueron sonadas. Su entrada fue proclamada por voces de ángeles y su salida fue puntuada por un fuerte grito después del cual, quedó muerto. ¿Qué hubo en este grito que llevase al centurión a exclamar que Jesús era Hijo de Dios? El centurión era un experto en muertes. Había presenciado muchas crucifixiones, pero ninguna como esta. Jesús estaba entero, lleno de vida, fuerte, espabilado, en control de sí mismo y vigoroso; y un momento más tarde estaba muerto. Gritó con fuerza, cosa que no se puede hacer si estás sofocando. Jesús no murió asfixiado, como los demás crucificados. No se iba debilitando poco a poco, cada vez más impotente hasta que finalmente sucumbió a la muerte. No, Él escogió morir en este momento y despidió a su espíritu y entró en la muerte por un acto de su voluntad. Tuvo autoridad sobre la muerte. La muerte no lo tragó a Él; Él entró, poderoso, en la muerte, como un soldado enfrenta a un enemigo. Él iba a vencer a la muerte y entró en ella deliberadamente con esta intención. Fue a por ella. Esto es lo que el centurión percibió. Pensó para sí mismo: “¡Este hombre tiene el dominio sobre la muerte! Solo Dios domina la muerte.”, y exclamó: “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios”. No dijo que Jesús seguramente era el rey de Israel, sino que verdaderamente era el Hijo de Dios.
 
            Así fue la salida de Jesús de este mundo. Entró como el Hijo de Dios y salió como el Hijo de Dios.
 
            Esto nos lleva a pensar: “¿Cómo será mi salida de este mundo?” A diferencia de Jesús, no controlamos las circunstancias de nuestra muerte, pero si Dios nos concede una muerte tranquila, sería hermoso entrar en ella cabalmente, con una fe vibrante, con poder y valentía, fuertes, con alabanzas a Dios en nuestros labios. La promesa la tenemos: “Jehová guardará tu salida y tu entrada desde ahora y para siempre” (Salmo 121:8). El Señor guardará nuestra salida de este mundo y nuestra entrada en su reino eterno. Por nuestra parte queremos “una amplia y generosa entrada en el reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo” (2 Pedro 1:11). Que vivamos de tal manera que así sea.

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