“Entonces María tomó una libra de perfume de nardo puro, de mucho precio, y ungió los pies de Jesús, y los enjugó con sus cabellos; y la casa se llenó del olor del perfume. Y dijo uno de sus discípulos, Judas Iscariote hijo de Simón, el que le había de entregar: ¿Por qué no fue este perfume vendido por trescientos denarios, y dado a los pobres?” (Juan 12: 3-5).
Lectura: Juan 12:6-8.
María derramó la totalidad de sus ahorros, el tesoro que tenía guardado en este mundo, sobre los pies de Jesús en un acto de gratitud por lo que él había hecho por ella. Había perdonado sus pecados y transformado su vida. (Es la convicción de esta escritora que las cuatro historias de la mujer que derramó el frasco de perfume sobre Jesús refieren al mismo incidente porque todos los detalles coinciden). Jesús dijo de ella “sus muchos pecados han sido perdonados” (Lu. 7:47, BTX). En una ocasión previa ella había tenido un encuentro transformador con Jesús que había cambiado el rumbo de su vida, y ahora, consciente de que Jesús llegaba al final de la suya, aprovechó el banquete en casa de Simón donde su hermana servía para mostrar su gratitud y amor eterno por el Señor.
El derroche de toda la ganancia de su antigua vida se encontró con la crítica y censura de los presentes: “Al ver esto, los discípulos se enojaron, diciendo: ¿Para qué este desperdicio?” (Mateo 26:8). Lo veían como el desperdició de una fortuna, pero lo contrario es cierto, porque ella había invertido su tesoro en el banco del Cielo donde está eternamente seguro. Jesús había dicho: “No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín corrompen, y donde ladrones minan y hurtan; sino haceos tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín corrompen, y donde ladrones no minan ni hurtan. Porque donde está vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón” (Mateo 6 19-21). Esto es precisamente lo que la mujer había hecho. De todos los presentes era la más sabia en aquellos momentos. Aprovechó el tiempo para mostrar cuánto amaba a Jesús mientras todavía Jesús estaba vivo. Los demás discípulos no lo hicieron hasta que Jesús ya había ascendido al cielo, menos Judas quien tiró el tesoro suyo a los pies de los enemigos de Jesús. Con el tiempo los otros discípulos también entregarían sus tesoros y derramarían sus vidas por amor a Cristo. Como decía Jim Eliot, el mártir por causa de Cristo: “No es necio aquel que pierde lo que no puede retener para ganar lo que no puede perder”.
Para todos los tiempos esta mujer permanece como ejemplo de alguien que tiene su tesoro bien guardado en el cielo donde está eternamente seguro. Queda la pregunta para nosotros: ¿Tenemos el tesoro monetario de nuestra vida guardado en el cielo “donde ladrones no minan ni hurtan”, o está guardado en el banco donde se puede perder cuando menos lo pensemos? ¿Cómo podemos hacer lo que hizo María? Cualquier cosa que hacemos con nuestro dinero motivado por amor y obediencia al Señor Jesús es invertir aquel dinero en el banco del Cielo.
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