“Estos son los nombres de los valientes que tuvo David…Elifelet hijo de Agasbai, hijo de Maaca, Eliam hijo de Ahitofel, gilonita, …Urías heteo; treinta y siete por todos” (2 Samuel 23:8, 34, 39).
Lectura: 2 Samuel 11:1-4.
Desde el terrado de la casa real David vio una mujer muy hermosa y preguntó por ella, “y le dijeron: Aquella es Betsabé hija de Eliam, mujer de Urías heteo” (11:3). Esto ya nos dice mucho. David tuvo un grupo de hombres valientes que lo seguían durante todos los años en los cuales estaba huyendo de Saúl, durante los años que era rey solamente sobre Judá, y luego cuando llegó a ser rey sobre todo Israel. No solamente acampaba él con estos hombres, sino que tenían a sus esposas e hijos con ellos también en el campamento. Era un grupo de familias muy nutrido. Todos ellos habían vivido juntos muchas batallas y escapadas. Habían visto la salvación de Dios muchas veces. Estos hombres eran leales. Habían puesto sus vidas por David en muchas ocasiones. Se conocían bien los unos a los otros después de tantos años de convivencia. Conocemos a Ahitofel como el brillante estratega de David, su consejero militar. Él era el abuelo de Betsabé, y su hijo, Eliam, el padre de Betsabé, era uno de sus hombres valientes. Eliam había dado a su hija en matrimonio a Urías, también uno de los valientes y uno de sus viejos compañeros de combate. Cuando informaron a David quién era la hermosa mujer que había visto, supo que era la hija de uno de sus valientes, la esposa de otro, y la nieta de su consejero. La habría conocido desde que era niña. Este trasfondo de la historia nos ayuda a comprender la gravedad del pecado. David traicionó años de compañerismo, lealtad y fiel servicio. Ahora entendemos por qué Ahitofel se puso de parte de Absalón en su rebelión contra David (17:1). Era un acto de venganza.
Aquí tenemos el contexto del pecado de David y Betsabé. Y Dios lo vio todo. David cometió adulterio y procuró la muerte de uno de sus soldados leales, pecó contra otro de ellos y contra su consejero militar. Su pecado afectó profundamente a tres familias, a la suya propia, y a todo Israel. Dios vio todo esto. Pero David no vio nada. El corazón humano es muy engañoso. Hizo falta que viniese Natán el profeta para abrir los ojos de David, pero cuando lo vio, su arrepentimiento fue genuino. Lo tenemos escrito para que lo vea toda la humanidad en el Salmo 51. El Salmo 32 también hace referencia a este pecado que tuvo tantas consecuencias. Si David no se hubiese arrepentido, Dios le habría quitado la vida (2 Sam. 12:13). Las consecuencias de su pecado fueron muchas (12:10-12), pero Dios lo perdonó: “También Jehová ha remitido tu pecado; no morirás” (12:13). Murió el bebé concebido en este acto de adulterio, pero Dios bendijo de forma muy especial al hijo siguiente que tuvieron: “Y consoló David a Betsabé su mujer, y llegándose a ella durmió con ella; y ella le dio a luz un hijo, y llamó su nombre Salomón, al cual amó Jehová, y envió un mensaje por medio de Natán profeta; así llamó su nombre Jedidías (Amado de Jehová) (12:24, 25). Dios los había perdonado. Puso a este hijo en el trono de Israel y lo incorporó a la línea del Mesías (Mat. 1:6). La cuestión es: ¿Los hemos perdonado nosotros? ¿Hemos descartado a David y Betsabé como terribles pecadores, o los vemos como recipientes de la gracia de Dios? ¿Cómo es nuestro corazón hacia una persona que se ha arrepentido de su pecado? ¿Lo hemos despreciado ya por siempre jamás, o tenemos un corazón como el de Dios, lleno de gracia y perdón? ¿Entendemos el perdón de Dios? ¿Lo aceptamos? ¿Nos gloriamos en él? “Un corazón contrito y humillado no despreciarás tú, oh Dios” (Sal. 51:17).
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