LA PRUEBA CONTUNDENTE

 

“[Jesucristo] fue declarado Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por la resurrección de entre los muertos” (Romanos 1:4).

Lectura: Romanos 1:1-7.

Jesús demostró que era el Hijo de Dios con poder por medio de la resurrección. La prueba definitiva y fehaciente de su identidad no fue su vida de santidad, ni los milagros que hizo, ni el cumplimiento de las profecías que le anunciaron, ni sus dones proféticos, ni su linaje como descendiente de David, aunque todos estos factores corroboran y apoyan sus pretensiones, sino la resurrección. El cristianismo, como religión, y nuestra fe en particular, dependen de la resurrección.

Ninguna otra religión del mundo muestra ser la verdadera por medio de la resurrección de su fundador, ni tiene pruebas históricas para probar su autenticidad. El cristianismo es una fe histórica basada en hechos reales que admite la investigación de las evidencias que apoyan las pretensiones de Jesús. Y cuando investigas, descubres que hay evidencias convincentes. 

            ¿Pero cómo puede probar su resurrección que Jesús es el “Hijo de Dios con poder”, si el poder que lo resucitó de los muertos fue el de Dios, y no el suyo propio? Sí que lo demuestra, porque, al resucitarlo, Dios lo estaba reconociendo como su Hijo, y el poder en cuestión, no es el poder para resucitar, sino la autoridad suprema sobre el universo. Satanás está contento con darse autoridad a sí mismo (Is. 14:13, 14), pero Jesús siempre respeta el orden divino de autoridad (1 Cor. 11:3). Después de su resurrección Jesús dijo: “Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra” (Mat. 28:18). Pablo escribió: “Siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre” (Fil. 2:8, 9). El Hijo de Dios se hizo hombre y se humilló hasta ocupar el lugar más bajo como criminal condenado, se hizo pecado por amor a nosotros en obediencia al Padre y expió nuestro pecado, por lo cual fue coronado de gloria y poder, no por sí mismo, sino por el Padre. Nuestra fe no está puesta en un superhéroe que se autoproclamó como aquel que ostenta la autoridad suprema, sino en el que  “fue declarado Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de Santidad”, el Espíritu Santo de Dios.

            Jesús es el Hijo de Dios con autoridad, y con esta autoridad nos dice: “Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra. Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones” (Mat. 28:18, 19). Por lo tanto, si reconocemos su autoridad, nuestra responsabilidad es “ir”.

    

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