“Tú, Judá serás alabado por tus hermanos; dominarás a tus enemigos, y tus propios hermanos se inclinarán ante ti” (Génesis 49:8, NVI).
Lectura: Gén. 49:9-12.
Dios siempre triunfa. No falla cuando decide que nos va a refinar. Judá no tenía escapatoria. Era descendiente de Abraham y tenía que ser salvo, y salvo sería, salvo de su propia manera de ser. La carnalidad se manifiesta en cada persona de una manera diferente. Mi carnalidad no es como la tuya. La salvación no consiste en creer una fórmula, sino que es un encuentro verdadero con nosotros mismos. Fue tremendo el encuentro de Judá consigo mismo. Ocurrió en ese mismo momento cuando Judá vio la verdad: “Pero ella (Tamar), cuando la sacaban (para quemarla), envió a decir a su suegro: Del varón cuyas son estas cosas, estoy encinta. También dijo: Mira ahora de quién son estas cosas, el sello, el cordón y el báculo. Entonces Judá los reconoció, y dijo: Más justa es ella que yo, por cuanto no la he dado a Sela mi hijo. Y nunca más la conoció” (Génesis 38: 25, 26). Judá mereció ser quemado, no Tamar. Él hubiese tenido que ser arrojado al fuego para ser ajusticiado en las llamas, no ella. Cuando Judá lo comprendió y lo asimiló, se arrepintió. Esta fue su conversión. Volver a su familia y a su Dios fue la consecuencia. No volver a tocar a Tamar fue la evidencia. Ser fiel a su promesa a su padre en lugar de mostrar infidelidad a su promesa como lo hizo con Tamar, fue otra evidencia. Judá fue transformado: “De modo que, si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas” (2 Cor. 5:17). Este es el equivalente en el Nuevo Testamento. Si tú crees en Jesús, pero nunca has visto cómo eres, y si no has cambiado para ser totalmente diferente de cómo eras antes, ¿cómo puedes creer que eres salvo?
En su lecho de muerte, Jacob bendijo proféticamente a Judá con la mayor de las bendiciones de todos sus hermanos: “Mi hijo Judá es como un cachorro de león que se ha nutrido de la presa. Se tiende al acecho como león, como leona que nadie se atreve a molestar. El cetro no se apartará de Judá, ni de entre sus pies el bastón de mando, hasta que llegue el verdadero rey, quien merece la obediencia de los pueblos. Judá amarra su asno a la vid, y la cría de su asno a la mejor cepa; lava su ropa en vino; su manto, en la sangre de las uvas” (49: 9-11, NVI). Aquí en pocas palabras tenemos el reino universal, la muerte, y la ira del Cordero en el día del Juicio. El Descendiente de Judá será el Rey, el Salvador, y el Juez de todos los hombres (Ap. 17:14); Mat. 21:5; Is. 63:3 y Ap. 6:16, 17).
José es un tipo de Cristo: todo lo hizo bien. Judá es más bien como nosotros: cayó en el pecado, vivió lejos de la familia de la fe, pero afrontó su pecado, dio media vuelta y volvió al regazo de Dios donde fue incorporado en la línea del Mesías: fue uno de sus ascendientes, nosotros entre sus descendientes. En su historia vemos la severidad y la gracia de Dios. El juicio de Dios cayó sobre toda su estancia en el mundo, el tiempo de su alejamiento de Dios. Perdió todo lo que ganó entre los cananeos: esposa, hijos y bienes, hasta su propia integridad. Pero una vez vuelto, la gracia de Dios derramó bendición sobre su vida: Dios bendijo a sus hijos y el resto de su vida con su familia. Israel fue fundada sobre pecadores salvados por gracia.
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