Después le halló Jesús en el templo, y le dijo: Mira, has sido sanado; no peques más, para que no te venga alguna cosa peor. El hombre se fue, y dio aviso a los judíos, que Jesús era el que le había sanado” (Juan 5:14, 15).
Lectura: Juan 5:10-16.
“Será por mi culpa que mi hijo ha decidido apartarse del Señor”, llora una madre angustiada y torturada por una sensación de culpa. Una abuela dice que el motivo por el cual su nieto se fue al mundo es por culpa del mal ejemplo de sus padres que son creyentes y se llevan mal. Otros echan la culpa a la iglesia. Dicen que los conflictos en la iglesia son responsables por la decisión que tomó este chico de dejar la fe. Muchas madres piensan que la culpa es suya porque no han orado lo suficiente, porque han cometido fallos en la crianza de su hijo, porque su marido no es creyente. ¿Fue culpa de Jesús que el cojo de Betesda se posicionase en contra de Él y a favor de los fariseos? ¿Había algo malo en Jesús que hiciese que este hombre lo rechazara? ¿Había alguna virtud en los fariseos que hiciese que él se decantase por ellos y por el sistema religioso de los judíos que rechazó a Jesús? En absoluto.
Jesús es un catalizador que hace aflorar y manifestarse lo que ya está en la persona. El ciego de nacimiento (Juan 9:1) ya tenía una predisposición a creer antes de conocer a Jesús. Ya era una persona honesta y dispuesta a pagar el precio por ser fiel a sus convicciones. Ya era una persona que razonaba correctamente y sacaba conclusiones consecuentes. No era debido a sus padres. Ellos no tenían ninguna de estas virtudes, ni estaban agradecidos a Jesús por sanar a su hijo. Eran personas que querían quedar bien con lo establecido, con el templo y la sociedad judía. Su encuentro con Jesús hizo evidente lo que ya estaba en ellos. Lo mismo es cierto del cojo. Él ya era una persona que escogía lo más fácil, yacer allí y esperar un milagro y dejar que los demás lo atendiesen. Ya no era una persona de fe. No confiaba en Dios para su sanidad, sino en un ángel, una persona que lo ayudase, el agua; y cuando se presentó una persona interesada en su problema, no pidió ayuda. No dijo a Jesús, “¿Me puedes ayudar? Quizás Tú me puedas acercar al agua». Era más cómodo poner excusas. Estaba enfermo por su pecado y ¡no había llegado a arrepentirse después de 38 años!
Tú, madre que sufres por tu hijo que está lejos de Dios, también eres una catalizadora. Tu relación con tu hijo ha hecho salir lo que ya estaba en él. No es tu culpa, o la culpa de tu matrimonio, o la de tu marido, o la de tu iglesia; es la culpa de tu hijo, la decisión que ha tomado. Ya era una persona que no quería pagar el precio por ser creyente. Ya amaba al mundo, la popularidad, el sexo fuera del matrimonio, el dinero, la aventura, el hacer lo que le diera la gana, ya era ingrato, desobediente, rebelde, desordenado, perezoso, amante de su propia voluntad y no de la de Dios. Tú no sembraste esto en su corazón. Es la carnalidad normal. No te cargues con la culpa. Es más fácil culparte a ti misma que reconocer la culpa de tu hijo y el pecado que siempre ha estado en él. Culparte a ti no lo disculpa a él. En lugar de culparte, pide a Dios que salve al pecador: “Y esta es la confianza que tenemos en él, que si pedimos alguna cosa conforme a su voluntad, él nos oye” (1 Juan 5:14). “Ve en paz, y el Dios de Israel te otorgue la petición que le has hecho” (1 Sam. 1:17).
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