“Llevando cautivo todo pensamiento a la obediencia a Cristo” (2 Corintios 10:5).
Lectura: 2 Cor. 10:3-6.
Todos tenemos la tendencia a dejar que nuestra mente piense en lo que quiera. Si hemos vivido momentos muy difíciles, si hemos tenido una pérdida importante, si una persona nos ha hecho mucho daño, si hay un tema que nos proporciona mucha tristeza, allá va nuestra mente a pensar en aquello. Empezamos por pensar, por ejemplo, en una persona que nos ha hecho sufrir. Después estamos pensando en una ocasión en concreto. Luego reflexionamos en los detalles de esta experiencia. Nos acordamos de lo que nos dijo. Pensamos en lo que contestamos. Pensamos en lo que deberíamos de haber dicho. Y de repente, nos encontramos inventando una conversación con esta persona en la que la ponemos en su lugar, o ganamos un argumento con razones brillantes. Surgen unas emociones como deseos de venganza, orgullo, desprecio o descalificación, y, antes de saberlo, estamos atrapados en la amargura, la pena, el enfado, o el odio, aunque no le pongamos este nombre. Estamos atrapados. Dios está muy lejos. No tenemos ganas de nada, y la vida parece vacía y sin aliciente.
O pensamos en una amiga que nos ha abandonado y lo tontas que hemos sido al dejarnos engañar por ella. O nos acordamos del día del entierro de nuestro marido y de recuerdos hermosos de él, y cuánto lo echamos de menos, y ¿cómo podemos seguir adelante sin él?, y, antes que nada, ya estamos llorando con una tristeza interminable.
Con el primer pensamiento ya sabemos a dónde nos va a conducir esta cadena de pensamientos si seguimos en ella. El pensamiento inicial es la entrada de un derrotero que nos va a llevar finalmente a un estado emocional que no nos conviene para nada. No queremos ir por este camino. Ya lo conocemos, ¿para qué volver a explorarlo? No hay nada más que descubrir por allí. Este es un derrotero prohibido. En seguida que nos encontramos a punto de entrar en él, tenemos que cerrar la puerta del camino. Esto requiere disciplina mental. Tenemos que hablarnos y decir: “Ya lo tengo todo pensado en cuanto a este tema. No me va a beneficiar para nada volver a pasar por allí. Me va a conducir a la depresión y esto no lo quiero, así que, ¡fuera pensamiento!”. Y tomamos nuestra mente y ponemos en ella otro tema deliberadamente. Requiere un gran esfuerzo, pero lo tenemos que hacer. Nos ponemos a pensar en otra cosa. O cambiamos de actividad. O salimos de la habitación y vamos a otra. Si estamos hablando con otra persona y estamos ya para entrar por este derrotero, cambiamos la conversación. Nos ponemos de pie y decimos: “Perdona un momento”, y nos vamos, y al volver, empezamos a hablar sobre otro tema.
Así es como mantenemos la sanidad emocional. Hemos de llevar cada pensamiento a la obediencia a Cristo. Él manda, no nuestros pensamientos peregrinos. Llevamos cautivo todo pensamiento a la obediencia a Cristo. Esto es salud mental.
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