“Entonces María dijo: Engrandece mi alma al Señor; y mi espíritu se regocija en Dios mi salvador… porque me ha hecho grandes cosas el poderoso; Santo es su nombre, y su misericordia es de generación en generación a los que le temen” (Lucas 1:46-50).
Lectura: Lu. 1:30-32 y 46-55.
Si era difícil para Job comprender el camino por el cual Dios lo estaba llevando, ¿qué podemos decir de María? Por el mensaje que había recibido del ángel de la anunciación, ella creía que vendría un reino inmediato y que Jesús estaría sentado en el trono de su padre David en Jerusalén en poco tiempo, pero lo que estaba viendo no encajaba nada con la promesa de Dios. Jesús iba perdiendo popularidad en lugar de estar ganándola. Iba siendo despreciado y rechazado. El reino no se presentaba. ¿Cómo podría ella entender lo que estaba pasando cuando paraba delante de la cruenta cruz y veía a su Hijo bañado de sangre? ¿Cómo iba a reinar si estaba muerto?
Simeón había profetizado que una espada traspasaría su alma (Lu. 2:35). Esta espada era la Palabra de Dios que nos traspasa como una espada cuando creemos que no se cumple, porque creemos de todo corazón en su cumplimiento y nuestra fe en Dios se basa en ella. Si ella tambalea, hemos perdido a Dios. No hay dolor más grande. De José en la cárcel el salmista escribe algo parecido: “Afligieron sus pies con grillos, en la cárcel fue puesta su persona. Hasta la hora que se cumplió su palabra, el dicho de Jehová le probó” (Salmo 105:18, 19). Dios le había revelado el trono a María, pero no la cruz.
La fe de María fue grande y dolorosamente puesta a prueba. No sabemos lo que pensaba delante de la Cruz, porque las Escrituras no nos lo revela. Sabemos lo que pensaba Job, gracias a sus tres amigos. Ellos tienen un lugar muy importante en la historia, porque es por medio del diálogo sostenido con ellos que sabemos lo que Job estaba pensando.
Cuando finalmente María comprendió parte del plan de Dios en Pentecostés, debería de haber cantado otro magníficat, otro himno al Dios cuyos caminos son tan altos que superan nuestra capacidad de comprenderlos. Podría haber cantado algo así: “¡Oh profundidad de las riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios, e inescrutables sus caminos! Porque ¿quién entendió la mente del Señor? ¿O quién fue su consejero? ¿O quién le dio a él primero, para que le fuese recompensado? Porque de él, y por él, y para él, son todas las cosas. A él sea la gloria por los siglos. Amén” (Romanos 11: 33-36). Lo que Dios le había profetizado era muchísimo más grande de lo que ella esperaba. Ella tuvo que ver todos sus sueños destrozados antes de ver el plan de Dios realizado. Y todavía no lo hemos visto en su plenitud, ni remotamente. ¿Qué dirá cuando vea a Cristo sentado sobre el trono de Dios en las alturas?
¿Cuál es la reacción normal del hombre ante la revelación completa de la grandeza de los caminos maravillosos de Dios? Arrepentimiento. Arrepentimiento, porque hemos entendido tan poco; arrepentimiento, porque nuestros pensamientos no son sus pensamientos, porque como el cielo sobre la tierra, así están los pensamientos de Dios más altos que los nuestros. Las palabras eternas de Dios para nosotros son estas: “Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos, dijo Jehová. Como son más altos los cielos que la tierra, así son mis caminos más altos que vuestros caminos, y mis pensamientos más que vuestros pensamientos” (Is. 55:8, 9). Cuando no entendemos nada de lo que nos está pasando, no hay texto que más consuelo nos pueda dar.
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