“Pero yo espero con paciencia el día en que la calamidad vendrá sobre la nación que nos invade” (Habacuc 3:16).
Lectura: Hab. 3:17-19.
Para entender bien la situación del profeta Habacuc, debemos tener en cuenta que Israel fue una teocracia. La política y la religión fueron unidas bajo Dios. Dios quitaba y ponía reyes. El equivalente hoy es la iglesia. Tanto el culto, como la teología, el gobierno y el pastoreo de la Iglesia están bajo la jurisdicción de Dios. Él es el que gobierna a su Iglesia. La situación de Habacuc al ver el gobierno de su país es como si nosotros viéramos a un pastor que no es adecuado y que está desviando a la iglesia de los caminos de Dios, o perjudicando la vida espiritual de los miembros de su congregación. Oramos. Estamos frustrados. No hay forma de quitar a este pastor. Clamamos a Dios pidiendo que lo haga Él, pero el hombre continúa haciendo daño. Nos frustramos más. Clamamos más fuerte, pero la situación persiste. Así fue en Israel. En el reino del Norte, de reyes buenos no había ninguno, y del reino del Sur, la mayoría eran malos, con unas excepciones notables. Y Dios lo estaba permitiendo. El profeta estaba esperando a un rey justo, que amase a Dios, uno como David, que gobernase con justicia, pero no venía. Y oramos nosotros a Dios en nuestra frustración: “¿Hasta cuándo he de quejarme… sin que tú nos salves? ¿Por qué me haces presenciar calamidades?” (1:2, 3). Queremos un nuevo pastor, pero Dios disuelve a toda la iglesia. La iglesia queda cerrada, y luego vienen cosas aun peores. Esto fue lo que le pasaba al profeta. Finalmente entiende que viene una calamidad, atrocidades, indescriptible sufrimiento al país, y que la población será diezmada. Estamos pidiendo un avivamiento, y Dios manda una persecución y la iglesia queda diezmada. Esto sería el paralelo.
Habacuc ahora entiende que él mismo va a sufrir en sus carnes el resultado de la apostasía de Israel y piensa en las pérdidas que él mismo tendrá que asumir. ¿Él, qué ha hecho de malo? Nada. Solo quería lo mejor para su pueblo. Quería justicia y paz, pero lo que viene es guerra y muerte. Sufrirá el castigo de Dios juntamente con su pueblo. Prevé el hambre que habría después de la derrota de Israel. Los babilonios cortarían todas las higueras, sacarían de raíz las vides, cortarían los olivos, matarían a todo el ganado, quemarían todos los campos de trigo y dejarían a los pocos que sobreviviesen al baño de sangre a morir de hambre. Lo asimila: “Aunque la higuera no dé renuevos, ni haya frutos en las vides; aunque falte la cosecha del olivo, y los campos no produzcan alimentos; aunque en el aprisco no haya ovejas, y ganado alguno en los establos; aun así, yo me regocijaré en el Señor” (3:17, 18). Esto no lo separará de Dios. No va a dejar que nada le quite su gozo en el Señor. Tendrá fe en Dios, en su voluntad, en la decisión que ha tomado, y lo va a soportar. Vivirá las consecuencias del pecado de su pueblo con fe en Dios, pegado a Él, sufriendo juntamente con los sobrevivientes, confiado en Dios y sabiendo que, “En cuanto a Dios, su camino es perfecto”.
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