EL DON DEL PADRE

“Gracias a Dios por su Don inefable” (2 Corintios 9:15).
 
Lectura: 2 Cor. 9:8-15.
 
¡Silenciosamente, silenciosamente, el Don maravilloso es entregado!
Así Dios imparte a corazones humanos las bendiciones de su cielo.
Ningún oído puede oír su llegada, pero en este oscuro mundo de pecado,
Donde corazones mansos lo reciben, todavía el amado Cristo entra a morar.
 
Phillips Brooks, 1835-93
 
            Muchos himnos navideños hacen referencia al Don maravilloso que nos fue entregado en el día de Navidad (fecha desconocida para nosotros), y señalan que lo que ganamos nosotros, lo perdió el Cielo, es decir, la presencia del Hijo de Dios. Según nuestro pobre entendimiento, habría dejado un gran vacío en las cortes celestiales. Fue una pérdida que el Padre habría acusado profundamente, pues su Hijo ya no estaría a su lado durante muchos años. Nuestra ganancia fue de gran coste al Padre. Perdió la presencia de Aquel que era su encanto y el deleite de sus ojos.
 
La presencia del eterno Hijo de Dios fue el gozo y la alegría del Cielo. Nos preguntamos: “¿Qué contribuía Él a la perfección del Cielo? ¿Qué aportaba? ¿Luz? ¿Gloria? ¿Paz? ¿Dirección y propósito? ¿Comunión? Todo esto ya estaba presente en el Padre y en el Espíritu. La contribución única del Hijo fue su personalidad. Comparte las características del Padre y del Espíritu, pero se presentan con matices distintos; se expresan de otra manera. El Hijo es manso y humilde, obediente y respetuoso, pero, a la vez, es valiente y dispuesto, a la altura de cualquier desafío. Como David, es Hombre de guerra desde su eterna juventud, siempre librando las batallas de su Padre, siempre victorioso. Es majestuoso en su marcha hacia la batalla. Inspira y motiva a seguirlo. Invoca una respuesta de devoción apasionada en los corazones de los que lo conocen y enciende el deseo de luchar a su lado hasta la muerte, si hace falta. Es leal, fiel, confiado en su Dios hasta más allá de la muerte. Es capaz de dejar su alma eterna en sus manos sin duda alguna de que verá la luz de un nuevo día.
 
Su amor toma la forma de abnegación, de pasión, de entrega a gran coste. El precio que pagó el Padre en su Encarnación fue uno, y el precio del Hijo, otro. Cada uno se expresó de forma única. Lo que destaca del carácter del Hijo es amor servicial, sacrificial, su deleite en obedecer, su pasión al entregarse para hacer la voluntad de Padre, su tremenda fe en que triunfará, porque el Padre está con Él.
 
Cuando Él se ausentó del Cielo, llevó su dinamismo con Él, su disponibilidad para realizar lo que fuese para el honor y la gloria del Padre, su disposición de amor servicial, su amistad leal y cariñosa, su comunicación y comunión, la Palabra de Dios en sus labios, su penetrante veracidad, y su disfrute del Padre, de la Vida en Él, y en la abundancia de su Espíritu. El que era la alegría del Cielo, descendió a este mundo oscuro. Salió del seno del Padre al pecho de María, en Belén.          

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