“Después hubo una gran batalla en el cielo: Miguel y sus ángeles luchaban contra el dragón; y luchaban el dragón y sus ángeles; pero no prevalecieron, ni se halló ya lugar para ellos en el cielo. Y fue lanzado fuera el gran dragón, la serpiente antigua, que se llama diablo y satanás el cual engañaba al mundo entero; fue arrojado a la tierra, y sus ángeles fueron arrojados con él” (Apoc. 12:7-9).
Lectura: Apoc. 12:10-13.
Por medio de su lucha con Satanás vemos un aspecto del Señor Jesús que nunca habríamos conocido si no hubiese bajado a la tierra para vencer al maligno como hombre. Dios venció a Satanás en el cielo. Fue una batalla entre dos poderes no iguales porque Dios es infinitamente más poderoso que Satanás. Así que hubo otra batalla en la tierra en que Dios luchó contra Satanás en forma de hombre y le volvió a ganar. Hablando torpemente, gracias a Satanás tenemos la revelación del Hijo de Dios como hombre. Para expresarlo más correctamente: en la infinita soberanía de Dios, Él había planeado revelarse al hombre, en forma de hombre para vencer a Satanás en la tierra, y esto, antes de la caída del hombre, y antes de la creación de Satanás. Hay mucho que no nos es revelado, pero lo que sí nos ha sido revelado con claridad es que Satanás es una criatura de Dios y, como tal, está bajo la autoridad de Dios y tiene un propósito en existir.
Satanás sirvió a Dios en el cielo antes de rebelarse, y después de rebelarse sirvió a Dios en la tierra. En la tierra le sirvió proveyendo una alternativa a la obediencia a Dios, dando cauce a la libertad del hombre. Si el hombre fuese libre pero no tuviese posibilidad de pecar, no sería libre. El pecado es necesario para revelar la sabiduría de Dios al determinar y definir el bien. El pecado solo trae mal, sufrimiento, corrupción, confusión, división y discordia, mientras que el bien trae paz, consuelo, bienestar y gozo. Obedecer a Dios es bueno. Obedecer a Satanás es malo. Lo primero da vida. Lo segundo resulta en muerte. Y esto es por la misma naturaleza del bien y del mal.
Satanás, por así decirlo, sirve a Dios (a pesar suyo) en la santificación del hombre. El hombre comenzó siendo inocente, pero optó por obedecer a Satanás en lugar de obedecer a Dios. Pero una vez salvo, sigue con la misma opción, obedecer a Dios o a Satanás. A la medida que va siguiendo a Dios, madura, se perfecciona, y se conforma más a la imagen de Cristo: crece en santidad. Para estorbar el proceso de la santificación, Satanás emplea el engaño, complica el entendimiento del bien y el mal, hace difícil discernir entre la voluntad de Dios y la del diablo. El creyente puede tener dificultad al distinguir entre el bien y el mal, entre el buen camino y el malo. Solo lo puede discernir por algo fuera de sí mismo, por la Palabra de Dios, porque su corazón es engañoso. Las tentaciones de Satanás son muy sutiles. Llegan al punto en que el enemigo cita mal la misma Palabra de Dios para engañar al creyente y hacerlo caer en pecado, para alejarlo de Dios y estorbar el proceso de su santificación.
Por medio de obedecer a Dios, el hombre va forjando un carácter hermoso, cada vez más parecido al del Señor Jesús. Pero cuando desobedece, se parece más a Satanás. Al vencer la tentación el creyente llega a ser más valiente, sabio, generoso, bondadoso, compasivo, humilde, paciente, disciplinado, sabio, y la lista sigue. Contra su voluntad, Satanás va sirviendo los propósitos de Dios. Resistir sus tentaciones santifica al hombre.
Copyright © 2022 Devocionales Margarita Burt, All rights reserved.