“Profecía de la palabra de Jehová contra Israel, por medio de Malaquías. Yo os he amado, dice Jehová; y dijisteis: ¿En qué nos amaste?” (Mal. 1:1, 2).
Los israelitas han vuelto del exilio, o sea, un remanente del remanente ha vuelto del exilio, es decir, los que sobrevivieron a la conquista babilónica, fueron llevados al cautiverio, y decidieron volver a Israel. Uno pensaría que volverían arrepentidos, humillados y temerosos de Dios después de pasar por semejante disciplina, pero no: volvieron en plan chulo, contestatario. Su forma de responder a Dios muestra su tozudez. Ni la Ley, ni la disciplina pueden cambiar el corazón humano. En este último libro del Antiguo Testamento vemos claramente la necesidad del nuevo nacimiento profetizado por Ezequiel: “Os daré un corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne, y pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis estatutos, y guardéis mis preceptos, y los pongáis por obra” (Ez. 36:26, 27). Sin el Espíritu de Dios, el espíritu del hombre no cambia. Sin esta obra de la gracia de Dios, que vendrá con el nuevo pacto en el Nuevo Testamento, la persona se queda como siempre. Este libro de Malaquías da plena evidencia de ello. Veamos.
Dios dice a su pueblo: “Os he amado”. Era para caerse de rodillas y decir: “¡Y nosotros a Ti! No merecemos tu amor. Te adoramos por tu infinita misericordia. Es por ello que hemos sobrevivido, y que hemos podido volver a la tierra que diste a nuestros padres. Bendito y alabado seas por siempre. Con tu ayuda y por tu gracia vamos a andar en tus mandamientos, y esto, con mucha alegría y gozo por sentirnos amados por Ti. Amén.” Esta es la respuesta que tenían que haber dado. ¿Pero respondieron así? Tristemente, no. Con dureza de corazón y mucha desfachatez le contestaron desafiantes e incrédulos: “¿En qué nos has amado?”.
Cuando Dios te dice que te ama, ¿cómo respondes? ¿Con ironía? “¡Seguro! Ya lo veo. Si me amas, ¿por qué no me das…?”. O: “Si me hubieses amado, no me habría pasado esto o aquello”. Este es el pecado de la incredulidad. Eres igual que Tomás: si no ves, no crees. Si Dios no te muestra su amor de la forma que deseas, no lo crees.
¿Por qué no dejas que Dios te ame como Él quiere, según su infinita sabiduría? ¿Por qué no interpretas todo lo que te ha pasado como muestra del amor de Dios? ¿Por qué no respondes amándolo? Entonces vivirías gozosa, siempre dándole gracias por su amor hacía ti. Echa raíces en el amor de Dios: “para que arraigados y cimentados en amor, seáis plenamente capaces de comprender con todos los santos cuál sea la anchura, la longitud, la profundidad y la altura, y de conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios” (Ef. 3:17-19). Conocer el amor de Cristo es la clave para estar lleno de la plenitud de Dios.
Oremos: “Oh Padre, me has dicho que me amas…”. Continúa la oración con tus propias palabras.
Copyright © 2022 Devocionales Margarita Burt, All rights reserved.