“Ustedes dicen: ¿Cuándo pasará la fiesta de luna nueva para que podamos vender grano, o el día de reposo para que pongamos a la venta el trigo? Ustedes buscan achicar la medida y aumentar el precio, falsear las balanzas y vender los desechos del trigo…” (Amós 8:5, 6).
Lectura: Amós 8:7-10.
Meditemos un poco más en esta frase para comprender la justicia de Dios en la condena de este pueblo. Se trata de la clase de gente que cumple rigurosamente con los días festivos y días de reposo deseando que se acaben pronto para poder dejar el deber religioso y volver a la vida normal. Con pena notamos que son mejores que muchos de hoy que ni siquiera creen en “el día del Señor”. Piensan que es una tradición del Antiguo Testamento. ¡Ellos no son legalistas para estar atados a las costumbres del pasado! Creen que ya cumplen si van a la iglesia el domingo por la mañana y que pueden usar el resto del día para hacer lo que quieran. Al Señor le duele pensar que su pueblo no desea pasar el máximo tiempo posible con Él. Se siente despreciado. Lo que Él quiere es que el domingo sea una delicia para nosotros, un día de derramar amor a Él todo el día.
También vemos la dicotomía entre la religión y la vida normal en el pueblo de Israel, y en el nuestro. En tiempos de Franco recordamos conversaciones con otros evangélicos que practicaban los mismos chanchullos que la gente del mundo, falsificando documentos legales, declarando que su casa valía menos para pagar menos impuestos, no declarando ganancias, hombres de negocio que decían que, si no engañaban al gobierno, estarían arruinados. Lo que al Señor le llegaba en su manera de vivir no era que no cumplían la ley, sino que amaban lo material más que a Él.
Motyer señala que detrás de todo pecado está la codicia, el deseo de ganar más dinero y tener más posesiones materiales. Su corazón no estaba con Dios, sino con ellos mismos y sus intereses. Señala tres características del pueblo que honra a Dios con los labios, pero tienen su corazón lejos de Él: la autogratificación, la autosatisfacción y la autoindulgencia, como prioridades en la vida, tanto en el servicio a Dios, como en el trabajo. El centro de su vida era el “yo”, y es lo que los movía en todo lo que hacían. Lo que Dios siempre ha deseado es que lo amemos con todo nuestro ser y al prójimo como a nosotros mismos (Mat. 22:37-39). Dios escudriña el corazón para ver si amamos su ley, si podemos decir: “¡Oh cuánto amo yo tu ley! Todo el día es ella mi meditación” (Salmo 119:97), y si somos sensibles al pecado en nuestras vidas, si lo aborrecemos y acudimos a la cruz (al altar, en aquellos tiempos) buscando el perdón de Dios y la gracia para no pecar. El verdadero creyente busca la santidad. Quiere oír y obedecer la Palabra de Dios. Estudia y aplica la Palabra. Y en cuanto a otros, es compasivo: trata a todos con justicia y se mueve para hacer lo que pueda por los pobres, marginados e inconversos. La evangelización es una prioridad en su vida. Ora por la obra misionera y la apoya económicamente. Esto es lo que la plomada de Dios mide en nuestras vidas.
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