“Acontecerá en aquel día, dice Jehová el Señor, que haré que se ponga el sol a mediodía, y cubriré de tinieblas la tierra en el día claro. Y cambiaré vuestras fiestas en lloro, y todos vuestros cantares en lamentaciones; y haré poner cilicio sobre todo lomo, que se rape toda cabeza; y la volveré como en llanto de unigénito, y su postrimería como día amargo” (Amós 8:9,10).
Lectura: Amós 8:4-7.
“Pasó la siega, terminó el verano, y nosotros no hemos sido salvos” (Jer. 8:20). Este tiene que ser el versículo más triste de toda la Biblia. Ya no hay oportunidad de salvación. Murieron en sus pecados: “En aquel día, afirma el Señor omnipotente, las canciones del palacio se volverán lamentos. ¡Muchos serán los cadáveres tirados por todas partes! ¡Silencio!” (8:3, NVI), el silencio de la muerte.
¿Por qué vino este juicio tan fulminante? Dios lo explica. La vida no guardaba ninguna relación con la religión que profesaban. Robaban y estafaban a los pobres y se aprovechaban de los indefensos y no daban ningún valor a los necesitados (8:4, 5). La gente religiosa no aguantaba a que terminase el día de descanso para volver a sus negocios fraudulentos (8:5). Pesaban el grano mezclado con impurezas en medidas falsas. Vendían a los pobres en el mercado de esclavos por dos reales (8:6). Para ellos estos pecados eran de poca monta y no merecían ninguna reprimenda, mucho menos su condena. Era la forma de vida a la cual estaban acostumbrados, y no les daban importancia. ¿Cómo es posible que fueran “pesados en balanza y hallados faltos” (Dan. 5:27) por pecados tan insignificantes? No obstante, en contra de todas sus expectativas Dios ha jurado por Sí mismo que no se olvidaría eternamente de aquellos pecados.
El comentarista Motyer pregunta cuáles son las marcas de una sociedad que ha llegado a su otoño y está madura para la destrucción. Él mismo contesta: “Es una sociedad que no reconoce absolutos (que llama al bien mal y al mal bien), tiene la actitud de que las normas existen para ser quebrantadas, es una sociedad “donde la personalidad humana demuestra más y más señales de resquebrajamiento y falta de seguridad”. Las personas han perdido el norte. Cuando el hombre deja de caminar con Dios (3:3), tampoco puede caminar con su semejante o mirar para el bien de la naturaleza. Todo queda arruinado. Motyer dice que “aquel día”, el día fatídico, llegará y no habrá nada que hacer. Aunque la gente se ponga cilicio y se rape la cabeza en señal de duelo, aunque llore como por un ser querido, no conseguirá nada: “Será como si lloraran la muerte de un hijo único, y terminarán el día en amargura” (8:10, NVI). El dolor del pecador perdido no pierde su intensidad; “su final permanece exactamente como en el día amargo cuando primero cayó el golpe”, no habrá alivio o consuelo con el paso del tiempo. Toda esperanza está muerta. “Es un cuadro terrible, pero es lo que Amós dice, y en ninguna parte de la Biblia lo desdice”.
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