“Y quitó Jehová la aflicción de Job, cuando él hubo orado por sus amigos; y aumentó al doble todas las cosas que habían sido de Job. Y vinieron a él todos sus hermanos y todas sus hermanas, y todos los que antes le habían conocido, y comieron con él pan en su casa, y se condolieron de él, y le consolaron de todo aquel mal que Jehová había traído sobre él” (Job. 42:10, 11).
Lectura: Job 42:11-15.
Cuando Job intercedió por sus amigos todavía estaba enfermo, miserable, de duelo y rechazado por la sociedad. Ellos no se habían arrepentido. No le habían pedido perdón. Todavía creían que tenían razón. Tuvo que ser Dios mismo el que hablase con Elifaz para convencerles de que habían hablado mal de Él en su juicio de Job. Es curioso notar que nuestro juicio de los demás repercute en nuestro concepto de Dios cuando falsamente diagnosticamos su mal como castigo de Dios. No tenemos la autoridad de dogmatizar sobre lo que Dios está haciendo en la vida de otros. Primero Job tuvo misericordia de sus amigos y luego Dios la tuvo de él.
Era Satanás el que había traído el mal sobre Job con el permiso de Dios, pero era Dios el que se lo quitó. El diablo solo puede hacer el mal que Dios le permite hacer y Dios lo puede quitar en el momento que desea. Dios determina la duración de nuestro mal. El diablo no puede decretar ningún mal. El mal está en manos de Dios, lo usa para sus fines, y lo quita cuando lo ve conveniente. No vivimos en un universo dualista en el que hay dos poderes: el poder del bien y el poder del mal, los dos enfrentados y más o menos iguales, contendiendo entre sí para ver cuál de los dos prevalece. Vivimos en un universo en que Dios determina el alcance y la duración del mal. El diablo es criatura suya. Y Dios controla el mal.
Dado que el mal está bajo el dominio de Dios, Dios es responsable por el manejo de él. Por eso el texto dice “le consolaron de todo aquel mal que Jehová había traído sobre él”, porque el mal ocurre bajo la autoridad de Dios, sujeto a su voluntad. El peor mal jamás ocurrido fue la atrocidad que cometieron con Jesús, pero ocurrió bajo la soberana autoridad de Dios, y para bien. Y lo mismo es cierto de todo el resto del mal.
El texto dice que sus hermanos y conocidos consolaron a Job por todo el mal que había sufrido, pero este consuelo llegó un poco tarde. Ni fue necesario, porque Dios mismo ya lo había consolado con su palabra aun antes de consolarlo con la salud restaurada, porque cuando nos llega la Palabra de Dios, nos renueva y revitaliza, y llena nuestro corazón de la paz de Dios aun antes de recibir el alivio de nuestros males. De allí vemos la necesidad de llegar con nuestro consuelo en el momento en que realmente hace falta, aunque no sabemos bien qué decir. La muestra de solidaridad es lo que cuenta. En aquellos días tan largos y oscuros, no había nadie que consolase a Job. En eso también Job anticipa lo que le pasó al nuestro Señor: “El escarnio ha quebrantado mi corazón, y estoy acongojado. Esperé a quien se compadeciese de mí, y no lo hubo: y consoladores, y ninguno hallé” (Salmo 69:20). Acuden todos ellos al banquete que Job proporciona y Job no les recrimina nada. El Señor también celebra su vindicación con un banquete, y nos invita.
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