“¿Tienes tú un brazo como el de Dios? ¿Y truenas con voz como la suya? Adórnate ahora de majestad y de alteza, y vístete de honra y de hermosura. Derrama el ardor de tu ira; mira a todo altivo, y abátelo” (Job 40:9-11).
Lectura: Job 40:8-14.
¿Vamos a negar la justificación de Dios? ¿Vamos a discutir con su juicio sobre nosotros? Si somos realmente salvos, y, sin embargo, nos vemos como viles, estamos invalidando el juicio de Dios y lo que consiguió Jesús por nosotros en la cruz del Calvario. ¿Eres tú Dios? ¿Eres glorioso en esplendor? Si puedes abatir al altivo (v. 11), humillar al soberbio (v. 12), quebrantar a los impíos y encubrirlos a todos en polvo (11-13), Dios reconocerá que tú eres Dios: “Yo también te confesaré que podrá salvarte tu diestra” (v. 14). Dios puede salvarse a sí mismo. ¿Tú lo puedes hacer? Si no, no eres Dios. Dios le dice: Pero si reconoces que yo te estoy defendiendo del orgulloso, de Eliú y de Satanás, entonces déjame hacerlo. ¿O quieres defenderte a ti mismo del diablo? Él te condena. Yo te justifico. ¿De parte de quién estás?
Aplicándolo a nosotros mismos, Dios pregunta: ¿Te pones de acuerdo con el diablo condenándote a ti mismo, o dejas que Dios te justifica, y aceptas su veredicto de ti como perdonado, santo, sin pecado, justo y aceptado en Cristo? Conocemos una hermana que pasó nueve años condenándose por una decisión mal aconsejado que tomó en el pasado. Fueron nueve años de angustia, lágrimas, falta de paz, autocondenación y confesión repetida del mismo fallo sin la seguridad de ser perdonada, nueve años de sentirse sucia y merecedora de todo el sufrimiento que tenía como consecuencia de su pecado y de sufrimiento por todos los afectados. La tormenta acabó cuando aceptó el veredicto de Dios en Cristo.
Esto fue el último ataque del Satanás contra Job. El primero fue cuando le quitó los hijos y los bienes. El segundo fue cuando le quitó la salud. El tercero consistió en las acusaciones de los amigos, de Eliú, y finalmente de Satanás mismo. Resistió las acusaciones de los tres amigos, porque sabía que realmente temía a Dios. Su vida lo mostraba. El ataque del Eliú fue peor, pero el de Satanás mismo cuando Job comprendió la majestad de Dios, fue lo peor. Se veía como vil e incapaz de tener comunión con un Dios santo. Satanás ganó la victoria, porque la culpa nos separa de Dios, que es lo que el enemigo pretendía. En este momento Dios tuvo que intervenir con mucha firmeza y decirle a Job que, si se condenaba a sí mismo, se estaba poniendo en el lugar de Dios quien es el único Juez. Job ganó porque creó a Dios y no a Satanás, lo opuesto de Adán y Eva. La victoria está en la cruz de Cristo que nos justifica: “Entonces oí una gran voz en el cielo, que decía: ahora ha venido la salvación, el poder, y el reino de nuestro Dios, y la autoridad de su Cristo; porque ha sido lanzado fuera el acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba delante de nuestro Dios día y noche. Y ellos le ha vencido por medio de la sangre del Cordero y de la palabra del testimonio de ellos” (Ap. 12:10, 11). Ganaron por la sangre de Cristo y la confesión de fe en él: “Si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo. Porque con el corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación” (Rom. 10:9, 10). Así es. Somos justos delante de Dios por fe en la obra de Cristo.
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