“¿No sabíais que en los negocios de mi Padre me es necesario estar?” (Lucas 2:49).
Lectura: Lucas 2:43-50.
Podríamos pintar de color de rosa la vida de María por el alto honor que le fue concedido de ser la madre del Mesías, el largamente esperado Salvador del mundo, ser la madre del Hijo de Dios, Dios hecho hombre, pero cuanto más meditamos en su vida, más apreciamos el coste para ella en hallar esta gracia delante de Dios. Cuando desmitificamos la vida de María, nos damos cuenta de que era muy complicado el papel que le tocó dentro de los designios de Dios. De entrada, implicó pasar por la vergüenza de dar a luz a un hijo concebido fuera del matrimonio, en la más absoluta miseria, y perder su buena reputación.
Dio a luz al eterno Hijo de Dios en forma humana sin entender el camino que Dios tenía destinado para su hijo. Lo único que ella sabía era que iba a ser la madre del Mesías, que Él “sería llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le daría el tono de David su padre…y que su reino no tendría fin” (Lucas 1:32-33), pero no sabía que iba ser crucificado, que resucitaría, que ascendería al cielo y que volvería una segunda vez en gloria para reinar. Iba aprendiendo esto poco a poco sobre la marcha. La relación que sostenía como madre del Mesías iría evolucionando con el tiempo, no como las relaciones entre madres e hijos suelen desarrollarse, sino de forma muy diferente, debido a quien era su hijo. En el Magníficat, María canta las glorias de Dios su Salvador (Lucas 1:47) por tan alto honor que Dios le ha concedido; pero con el privilegio también venía el sufrimiento.
En la narración bíblica pasan doce años sin que la volvamos a ver. De repente, reaparece en Jerusalén en la ocasión cuando perdió a Jesús en el templo. Cuando ella lo reprendió por haber desaparecido y haberles causado preocupación a ella y a su padre, la contestación de Jesús fue sorprendente. De manera suave le recordó quién era su verdadero Padre y que su prioridad en la vida era su llamado celestial: “¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que en los negocios de mi Padre me es necesario estar?” (Lucas 2:49). Así, Jesús puso las cosas en su sitio. Estableció su ascendencia sobre ella. Era necesario ir marcando distancias, poniendo límites entre él y sus padres terrenales. Con este paso empezó a independizarse, pero como todavía era joven con solo doce años, se sujetó a sus padres y volvió a casa con ellos (2:51).
Pasaron los años. Cuando Jesús tenía treinta años, Él y sus discípulos, juntamente con María, fueron invitados a una boda en Caná. Esta vez, cuando María intentó organizarle la vida, Jesús claramente estableció limites: “¿Qué tienes conmigo, mujer?” Estaba diciendo: “No te metas”. “Aún no ha venido mi hora”, a saber, la hora cuando tenía que entregarse a la voluntad de los hombres (Juan 2:4). Ahora, al empezar su ministerio, no estaba bajo la voluntad de su madre, ni de la de ningún ser humano; solo estaba sujeto a la voluntad de su Padre.
Copyright © 2022 Devocionales Margarita Burt, All rights reserved.