“Pero yo os digo que cualquiera que se enoje contra su hermano, será culpable de juicio; y cualquiera que diga: Necio, a su hermano, será culpable ante el concilio; y cualquiera que le diga: Fatuo, quedará expuesto al infierno de fuego” (Mateo 5:22).
Lectura: Mateo 5:21-26.
Es interesante hacer notar que, en las conversaciones y en el trato de Jesús con la gente, Él nunca echó en cara a nadie una calificación negativa. Nunca dijo a nadie: “Tú eres un tal y cual”. Nunca tuvo una confrontación con nadie llamándolo con una palabra fea. No dijo al joven rico: “Tú eres un agarrado. Eres un egoísta”. No dijo a la samaritana: “Eres una adúltera”. No dijo a Simón el fariseo: “Tienes una opinión inflada de ti mismo, pero en realidad eres un falso”. Nunca dijo a María Magdalena: “Eres una cualquiera”. Ni dijo a Pedro: “Eres un bocazas”. Ni a Judas: “Eres un ladrón”. Nunca descalificó a nadie. Nunca insultó a nadie. No llamó a nadie “sinvergüenza”, o “idiota”, o “hipócrita”, o “legalista”, o “tonto”. Él era la única persona cualificada para tirar la primera piedra, pero nunca lo hizo, porque no vino para condenar a la gente, sino para salvarla.
Él quería que la misma conciencia de la persona le descubriese la verdad acerca de cómo era. Si lo hubiese hecho Él, el confrontado se habría defendido y no habría tomado a pecho la reprensión. Estas calificaciones no nos ayudan a comprender cómo somos. Hemos de ir viéndolo por medio de las experiencias que tenemos, porque de esta manera el mensaje no nos llega por medio de otro ser humano, sino por la vida misma.
En el caso del joven rico, Jesús le dijo que vendiese todo lo que tenía y que diese el dinero a los pobres. Con esta palabra el joven supo en un instante cómo era, que amaba más a su dinero que a la gente. Sin que Jesús lo acusase de nada, el joven ya comprendió cómo era. Otro ejemplo: Jesús no acusó a los padres del hombre que nació ciego de ser padres malos cuando ni siquiera celebraron la curación de su hijo. Ya lo podían ver por sí mismos cuando no quisieron ponerse del lado de su hijo en contra de los fariseos, sino que se desentendieron de su hijo para quedar bien con la religión oficial. La verdad acerca de ellos quedó patente. A Simón el fariseo Jesús se limitó a recordarle todas las cosas que debería haber hecho como buen anfitrión y dejó que Simón mismo reflexionase. Dejó el resultado con Dios. ¿Cómo llegó Pedro a comprender cómo era? No fue porque Jesús le dijo que tenía demasiada confianza en sí mismo. Pedro mismo se dio cuenta de cómo era cuando falló. Quedó patente que no era tan valiente como creía, que él no iba a salvar a Jesús, sino Jesús a él.
Los padres sabios no usan calificativos fuertes con sus hijos, sino que dejan que ellos mismos se vayan conociendo, y cuando el hijo reconoce un fallo, lo instruyen. Esto es lo que hace Dios con nosotros. Y esto es lo que hemos de hacer los unos con los otros en la iglesia. Dejamos que Dios haga su obra e intervenimos solo cuando es necesario. Para ello necesitamos humildad y paciencia. De esta manera podemos ir ayudándonos mutuamente los unos a los otros a madurar y crecer en santidad.
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