“Jesús… después de haber dado mandamientos por el Espíritu Santo a los apóstoles que había escogido; a quienes también, después de haber padecido, se presentó vivo con muchas pruebas indubitables, apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles acerca del reino de Dios” (Hechos 1:1-3).
Lectura: Hechos 1:1-5.
Así empieza el libro de los Hechos de los apóstoles, con las enseñanzas de Jesús, su crucifixión, los mandamientos que dio después de resucitar, sus muchas apariciones y su ascensión al cielo. De las apariciones el texto dice: “se presentó vivo con muchas pruebas indubitables, apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles del reino de Dios” (1:1-3). Las pruebas eran convincentes. No era cuestión de convencer a uno o dos, sino a todos los creyentes, y lo hizo. En el caso de las supuestas apariciones de la virgen, por ejemplo, cuando una sola persona pretende haberla visto una vez, ya la iglesia católica las acepta como verídicas. En cambio, las apariciones de Jesús eran muchas, variadas, a grupos de personas, y a personas que no lo creían al principio. La evidencia es abundante. Dos personas pueden ponerse de acuerdo para confabular un fraude, pero no lo harían si les fuera a costar la vida. ¿Qué adelantarían? Como mínimo tendrían que ser todos los doce unidos que procurasen engañar al público, pero estaban muertos de miedo, ¡y Tomás lo habría negado! ¡Aun su incredulidad sirve de evidencia! En el caso de haber engañado a toda Jerusalén, ¿cómo lo montarían para hacer venir un recio viento y las lenguas de fuego y el hablar en muchos idiomas conocidos en el día de Pentecostés? Tendrían que volver a escribir los Evangelios, porque la profecía de la venida del Espíritu Santo no vino de parte de los apóstoles, sino de Juan el Bautista y fue escuchada por las multitudes que quedaron como testigos.
Durante los cuarenta días entre la resurrección y la ascensión, el Señor Jesús les hablaba del reino de Dios. Era un tema que ellos no tenían nada claro. Pensaban que Jesús iba a presentarse como Rey de Israel cuando subió a Jerusalén en el Día de Ramos. Estaban discutiendo entre sí acerca de quiénes iban a tener las posiciones más importantes en el Reino. Jesús les había enseñado que los reyes y gobernantes de este mundo buscan su propia promoción y adelanto, pero que en su reino los líderes serían servidores de los demás, pero no lo habían entendido. Era necesario repetir la clase.
Tampoco habían entendido la necesidad de llevar el evangelio a todo el mundo antes de que Jesús pudiese volver y que la Iglesia sería formada por gente de toda tribu, lengua y nación. Creían que Jesús iba a empezar a reinar en Jerusalén ya: “Entonces los que se habían reunido le preguntaron, diciendo: Señor, ¿restaurarás el reino a Israel en este tiempo?” (1:6). Por mucho que les hubiese hablado de la necesidad de la venida del Espíritu Santo antes del comienzo de la Iglesia, no lo habrían entendido. La respuesta a su pregunta fue que no nos es dado saber cuándo el Señor restaurará el reino a Israel, pero lo que sí nos toca es recibir el Espíritu Santo: “Y les dijo: No os toca a vosotros saber los tiempos o las sazones, que el Padre puso en su sola potestad; pero recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo” (1:7, 8). Ellos no entendían la relación entre el Espíritu Santo y la restauración del reino a Israel, pero lo entenderían una vez que viniese. Él comenzaría la Iglesia.