“Entonces volvieron a Jerusalén desde el monte que se llama del Olivar… y entrados, subieron al aposento alto, donde moraban Pedro y Jacobo, Juan, Andrés, Felipe, Tomás, Bartolomé, Mateo, Jacobo hijo de Alfeo, Simón el Zelote y Judas hermano de Jacobo” (Hechos 1:12, 13).
Lectura: Hechos 1:14-17.
Los discípulos obedecieron la última instrucción de Jesús y volvieron a Jerusalén a esperar la venida del Espíritu Santo. Faltaban diez días para el día de Pentecostés. ¿Cómo ocupaban el tiempo de espera? Lucas nos lo explica: “Todos estos perseveraban unánimes en oración y ruego, con las mujeres, y con María la madre de Jesús, y con sus hermanos” (1:14). Es emocionante leer que la familia de Jesús estaba presente. Sus hermanos se habían convertido después de la resurrección. ¡Qué hermoso! También estaba su madre, María, como una más. En total eran ciento veinte personas. El líder obvio del grupo fue Pedro y el tema natural era la ausencia de Judas. Siempre había estado entre ellos, nadie había sospechado que él iba a traicionar a Jesús, y hacía falta hablar un momento de lo sucedido. Se ve que se ahorcó de un árbol en una cuesta aguda y que se rompió o bien la rama o la soga y cayó de cabeza y se reventó. Aquello era tan tremendo que todo Jerusalén se enteró. Sirvió para revelar el juicio de Dios sobre él y poner en relieve su traición y la verdad de la inocencia de Jesús, para que más gente creyese. Jesús lo había llamado para ser su testigo, y como no quiso hacerlo correctamente, lo hizo de esta manera. Los propósitos de Dios siempre se cumplen. Eligieron, pues, un sustituto para él.
Dios les regaló diez días para recapitular todo lo que había ocurrido, intentar comprender y asimilarlo, compartir experiencias, meditar en ello y en las Escrituras correspondientes que arrojaban luz sobre lo que habían vivido, tener comunión los unos con los otros y consolidarse como grupo. Tuvieron comunión con el mismo Señor Jesús por medio de la oración. Antes le hablaban cara a cara. Ahora iba a ser por medio de la oración. Se encontraban en medio de los propósitos eternos de Dios y tuvieron que comprender su papel en todo ello. Amaban a Jesús y lo echaban de menos, pero habían tenido 40 días de verlo y no verlo, de sus visitas repentinas. Ahora su medio de comunicación iba a ser la oración.
“Cuando llegó el día de Pentecostés, estaban todos unánimes juntos” (Hechos 2:1). Estaban preparados. Expectantes, “y de repente vino del cielo un estruendo como de un viento recio que soplaba, el cual llenó toda la casa donde estaban sentados; y se les aparecieron lenguas repartidas, como de fuego, asentándose sobre cada uno de ellos. Y fueron todos llenos del Espíritu Santo” (2-4). Jesús los había bautizado en Espíritu Santo y fuego, como había dicho Juan el Bautista (Mateo 3:11). Nunca debemos subestimar la importancia de la venida del Espíritu Santo. Jesús había conseguido nuestra redención, pero sin el Espíritu Santo, nadie sería salvo. “Si alguno no tiene el espíritu de Cristo, no es de él” (Romanos 8:9). Sin el Espíritu Santo no somos regenerados, no somos hijos de Dios. La sangre de Cristo nos limpia de pecado, y el Espíritu Santo nos hace nacer de nuevo para formar parte de la familia de Dios (Juan 3:5, 6).