“Y estando juntos, les mandó que no se fueran de Jerusalén, sino que esperasen la promesa del Padre, la cual, les dijo, oísteis de mí. Porque Juan ciertamente bautizó con agua, mas vosotros seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de no muchos días” (Hechos 1:4, 5).
Lectura: Hechos 1:6-11.
El Reino de Dios sin el Espíritu Santo no es posible. Sería un reino de hombres no regenerados, una cosa meramente política, con los roces y las rivalidades que caracterizan todos los reinos de este mundo, con la misma corrupción que procede del corazón del hombre que no ha sido reemplazado por un nuevo corazón por obra del Espíritu Santo. Jesús ya lo había dicho: “Respondió Jesús y le dijo: De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de nuevo, no puede ver el reino de Dios… De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios” (Juan 3: 3, 5). Sin el Espíritu Santo nadie entraría en el Reino.
Los profetas ya habían hablado de la venida del Espíritu Santo: “Os daré corazón nuevo, y pondré espíritu nuevo dentro de vosotros; y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne, Y pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis estatutos, y guardéis mis preceptos, y los pongáis por obra” (Ez. 36:26, 27). Ningún reino de hombres no regenerados, no importa qué clase de gobierno sea, puede funcionar con la justicia de Dios. El Reino de Dios solo pude estar compuesto de hombres que han recibido el Espíritu Santo. Así que Jesús mandó a los discípulos que no se fuesen de Jerusalén, sino que esperasen la venida del Espíritu Santo con el cual serían sus testigos por todo el mundo y edificarían el reino de Dios: “Recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra” (1:8). Con esto dicho, el Señor Jesús volvió al cielo dejando a los discípulos anonadados, mirando al cielo por donde había desaparecido de su vista: “Y habiendo dicho estas cosas, viéndolo ellos, fue alzado, y le recibió una nube que le ocultó de sus ojos” (1:9). Así perdieron al Hombre que les había llamado hacía tres años para ser pescadores de hombres, oyendo su última instrucción de esperar en Jerusalén la venida del Espíritu Santo quien les potenciaría a llenar sus redes con gente de todo el mundo para formar su reino. Jesús ya había redimido a Israel. Ahora el Espíritu Santo los usaría a ellos para proclamarlo, regeneraría a los que lo creyeron, y los incorporaría en el Reino. La obra de Cristo en la tierra había terminado. Ahora comenzaría la obra del Espíritu Santo, obra que continuaría hasta que Jesús volviera, y entonces restauraría el Reino a Israel.
“Y estando ellos con los ojos puestos en el cielo, entre tanto que él se iba, he aquí se pusieron junto a ellos dos varones con vestiduras blancas, los cuales también les dijeron: Varones galileos, ¿por qué estáis mirando al cielo? Este mismo Jesús, que ha sido tomado de vosotros al cielo, así vendrá como le habéis visto ir al cielo” (1:11). Así que volvieron a Jerusalén Pedro, Andrés, Jacobo, Juan, Felipe, Bartolomé, Tomás, Mateo, Jacobo, Tadeo y Simón a esperar la venida del Espíritu Santo con el cual pondrían el mundo al revés con el Evangelio del Reino de Dios.