LOS CINCUENTA DÍAS (7)

“Ocho días después, estaban otra vez sus discípulos dentro, y con ellos Tomás. Llegó Jesús, estando las puertas cerradas, y se puso en medio y les dijo: Paz a vosotros. Luego dijo a Tomás: Pon aquí tu dedo, y mira mis manos; y acerca tu mano, y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente” (Juan 20:26, 27).
Lectura: Juan 20:24-29.


Parece que a Tomás le costó más que a los demás discípulos creer que Jesús realmente había resucitado. Puede ser porque estuviera enfadado. Ya le había avisado a Jesús que era peligroso volver a Judea. Por temperamento era escéptico. Su experiencia y su personalidad, ambas se unieron para formar un enemigo formidable a la fe. ¿Jesús solo puede llegar a los crédulos? También sabe llegar a los incrédulos. Sabía lo que haría falta para que Tomás creyese, y se lo proporcionó. Algunos necesitan evidencia para creer, como Juan: “vio, y creyó” (20:8). Otros tienen que ver a Jesús, como los discípulos del camino a Emaús (Lucas 24:31). Tomás tuvo que tocar; no solo tuvo que ver a Jesús, sino tuvo que tocar la evidencia de su crucifixión y comprobar que era Él. Pues había dicho: “Si no viere en sus manos la señal de los clavos, y metiere mi dedo en el lugar de los clavos, y metiere mi mano en su costado, no creeré” (Juan 20:25). Jesús le proporcionó lo que necesitaba para creer. Sería interesante preguntar a un incrédulo qué tendría que pasar para que creyese. Hace años se lo pregunté a mi hermano y me lo dijo a las claras: “No voy a seguir a Jesús porque amo demasiado el pecado”. Sabía que el Evangelio es verdad, este no era el problema. Sabía también que tendría que dejar el pecado, y no quería.

Tomás no era esta clase de persona. Estaba dispuesto a creer si tuviera la evidencia. Se había comprometido y fue fiel a su promesa. Cuando el Señor Jesús le dio la evidencia que pedía, cayó a sus pies y exclamó: “¡Señor mío, y Dios mío!” (20:28). Cuando finalmente creyó, su confesión de fe excedió a la de los demás discípulos. Se sometió a Jesús como su Señor y reconoció que Él era Dios, que el hombre que tenía delante era Dios en forma humana. En un momento todo se le aclaró. Jesús es Dios hecho hombre. Y una vez que fueron disipadas sus dudas, estuvo comprometido con Cristo por el resto de su vida. Tomás fue un evangelista formidable, y como dijimos ayer, llevó el Evangelio hasta la India donde finalmente sufrió el martirio por amor a su Señor. El escéptico que temía la muerte, el que había dicho: “Vamos también nosotros (a Jerusalén), para que muramos con él” (Juan 11:16), fue transformado por el poder del Espíritu Santo en un valiente mártir para Cristo.

Jesús le dijo: Porque me has visto, Tomás, creíste; bienaventurados los que no vieron, y creyeron” (20:29). Nosotros ya entramos en esta categoría. Hemos escuchado la evidencia, hemos visto a Jesús en otras personas, el Espíritu Santo nos ha convencido de pecado y hemos acudido a la cruz para conseguir el perdón de nuestros pecados, hemos nacido de nuevo y estamos siguiendo a Jesús de por vida. La obra del Espíritu Santo por medio de la Palabra de Dios es tan eficaz que no nos hace falta ver a Jesús. Si lo viésemos, no creeríamos más de lo que creemos ahora. Y lo amamos sin haberlo visto.