“Y aconteció que estando sentado con ellos a la mesa, tomó el pan y lo bendijo, lo partió y les dio. Entonces les fueron abiertos los ojos, y le reconocieron; mas él se desapareció de su vista” (Lucas 24:30, 31).
Lectura: Lucas 24:25-29.
¡Qué tierna esta historia! ¡Ellos estaban diciendo al mismo Señor Jesús, quien estaba visiblemente presente a su lado, que no creían que había resucitado, porque no lo habían visto! El Señor estaba a su lado abriéndoles las Escrituras para que comprendiesen que toda la Biblia habla de Él, que Él es el cumplimiento de las Escrituras, que todo lo que ocurrió a Israel a lo largo de su historia hablaba de Él. Él es el que bajaba al Huerto de Edén para caminar con Adán y Eva al frescor de la tarde. Él es el arca de Noé que salva del juicio y de la muerte. Él es el Hijo de la promesa que tardó tanto en venir. Él es el hijo de Abraham ofrecido en el altar y el carnero trabado en el zarzal que murió en el lugar de Isaac. Él es el profeta como Moisés que libera de la esclavitud del mundo. Él es el Cordero de la pascua que salva de la muerte. Es suya la sangre pintada en el dintel y los dos postes de la puerta para la salvación de cada familia. Las plagas que cayeron sobre Egipto venían de su mano, pues Él es Juez de vivos y muertos. Él es el maná del desierto, el pan del Cielo, la Roca hendida cuya agua refresca el alma. Él es el Tabernáculo en el desierto que enseña el camino a Dios. Él es el Príncipe de los ejércitos celestiales que apareció a Josué antes de la toma de Jericó, etc., etc. Toda la Biblia es una revelación de Él.
Los caminantes a Emaús escucharon con maravillado asombro, pero no lo reconocieron allí a su lado hasta que Él no tomó el pan y lo bendijo, y lo partió, y les dio. Lo vieron en la Santa Cena al ver su cuerpo partido por ellos. Y nosotros no lo reconocemos hasta que no lo vemos como nuestro Salvador, nuestro Sustituto en la Cruz del Calvario. Allí es donde lo encontramos, en la Cruz, y luego nos damos cuenta de que ha estado caminando a nuestro lado todos los días de nuestra vida desde que nacimos. Siempre nos ha estado hablando, pero no lo reconocíamos.
Nadie lo reconoció cuando lo vieron después de la resurrección. María Magdalena pensó que era el hortelano. Juan le dijo a Pedro que era el Señor cuando tuvieron la pesca milagrosa. Tomás lo miró a la cara y no lo reconoció hasta que no puso el dedo en la llaga. Hasta el momento de la ascensión algunos todavía dudaban: “Pero los once discípulos se fueron a Galilea, al monte donde Jesús les había ordenado. Y cuando le vieron, le adoraron; pero algunos dudaban” (Mat. 28:16, 17).
La historia de los discípulos de Emaús tiene un final feliz. Después del partimiento del pan volvieron a Jerusalén, porque tenían la necesidad de estar con los suyos para compartir su gozo desbordante con ellos: “Y levantándose en la misma hora, volvieron a Jerusalén, y hallaron a los once reunidos, y a los que estaban con ellos, que decían: Ha resucitado el Señor verdaderamente, y ha aparecido a Simón. Mientras aún hablaban de estas cosas, Jesús se puso en medio de ellos” (24:33, 34, 36), ¡y creían que era un espíritu! Así eran las apariciones después de la resurrección. Siempre tardaban en reconocerlo. ¿Y nosotros, percibimos su presencia a nuestro lado? “He aquí estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”.