“Mi Dios envió su ángel, el cual cerró la boca de los leones, para que no me hiciesen daño, porque ante Él fui hallado inocente” (Daniel 6:22).
Daniel fue hallado inocente delante de Dios. Cuando pecamos nos hacemos vulnerables ante el enemigo. Le damos pie para acusarnos, y la culpa nos aleja de Dios. Y cuánto más lejos, más vulnerables. Una vida de obediencia a Dios nos protege del maligno. Una vez que abrimos la puerta al maligno, él hace grandes destrozos en nuestras vidas, mayores que los de los leones que, a fin de cuentas, solo son animales.
El enemigo del alma quiere destruir nuestro testimonio. No puede quitar nuestra salvación, pero sí pude anular la efectividad de nuestra vida en el servicio de Dios. Nuestra protección consiste en llevar vidas santas y puras delante de Dios, de acuerdo con su voluntad tal como viene revelada en la Escrituras. El pecado nos hace vulnerables a la boca del león. La santidad nos protege.
El apóstol Pablo estuvo en el mismo centro de la voluntad de Dios en Roma, prisionero por causa de su fe, pero el Señor le dio valentía y pudo abrir su boca y proclamar el evangelio a los gobernantes del imperio: “En mi primera defensa ninguno estuvo a mi lado, sino que todos me desampararon; no les sea tomado en cuenta. Pero el Señor estuvo a mi lado, y me dio fuerzas, para que por mi fuese cumplida la predicación, y que todos los gentiles oyesen. Así fui librado de la boca del león” (2 Tim. 4: 16, 17). Pablo fue librado de la boca del león, no en el sentido de no ir al martirio, porque sí que fue condenado a muerte, sino en el sentido de no fallar al Señor, cosa que habría hecho si no hubiese predicado al evangelio ante el emperador. Podría haber intentado defenderse. Esa fue la trampa del maligno. Si hubiese caído en ella, habría malgastado esta magnífica y única oportunidad de presentar el evangelio a los altos estamentos del imperio romano, pero no cayó en la trampa del diablo. En lugar de defenderse a sí mismo, defendió el evangelio del Señor Jesucristo, ¡y se escapó del león! Lo que importa no es nuestra vida, si vivimos o morimos, sino el evangelio de Dios, y, si somos fieles a él, nos escapamos del león.
El diablo no quiere que hagamos la voluntad de Dios. No quiere que demos buen testimonio. No quiere que vivamos vidas limpias. Pero cuando lo hacemos en el poder del Espíritu Santo, el diablo, el león rugiente, no nos come, porque el Señor Jesús está a nuestro lado para impedírselo, y le cierre la boca, esto es, cuando decidimos hacer su voluntad cueste lo que cueste.
Así somos más que vencedores, contra fuego y leones, contra el mundo y el diablo, por medio de la fe en Dios y una vida limpia de obediencia a la Palabra de Dios.