“Entonces los escribas y los fariseos le trajeron una mujer sorprendida en adulterio; y poniéndole en medio, le dijeron: Maestro, esta mujer ha siso sorprendida en el acto mismo de adulterio. En la ley nos mandó Moisés apedrear a tales mujeres. Tú, pues, ¿qué dices?” (Juan 8: 3-5).
Esta historia ha sido usada para justificar toda clase de comportamiento sexual desde los primeros tiempos. No aparece en el Biblia Textual y en algunas traducciones modernas porque los expertos consideran que no forma parte del texto original que escribió el apóstol. No obstante, podemos sacar muchas lecciones provechosas de ella. Es característica de la manera en que Jesús trataba situaciones complicadas.
Sus enemigos le habían puesto en un aprieto. O bien podía contestarles que lo de Moisés fue escrito hace mucho tiempo y no era vigente, o bien podría decir que cumpliesen con la ley y matasen a la mujer. Pero Jesús no había venido a condenar, sino a salvar. Si matan a la mujer, no le da tiempo a arrepentirse y va directamente a la condenación. La ley no salva a nadie. La respuesta de Jesús tiene dos partes: lo que dice a los que acusen a la mujer, y lo que dice a la mujer. Y las dos palabras son diferentes.
Jesús no vino a abrogar la ley, sino a cumplirla. Así que, dice que la ley se cumpla: “El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella” (v. 7). Es verdad que ella ha roto la ley y es digna de muerte, pero ellos también. A los acusadores les hace ver que no son mejores que ella: “Pero ellos, al oír esto, acusados por sus conciencia, salían uno a uno, comenzando desde los más viejos hasta los postreros” (v. 9).
Esta no es una palabra para la mujer para decirle que no importa lo que hace, que todos somos iguales, que un pecado es tan malo como otro. Es una palabra para los que se creen mejores. Ella no debe pensar: “Esta gente está equivocada porque me tiran piedras. Son tan malos como yo, o aun peores. Deben ver que todos son iguales y dejarme en paz. No deben corregirme o criticarme. Todos hacemos lo que no debemos, y nadie tiene el derecho a decir nada contra nadie. No se debe hablar del pecado. Lo que debemos hacer es aceptarnos los unos a los otros y no ser legalistas”.
La palabra para ella es que no vuelva a cometer adulterio: Jesús le dijo: “Mujer, ¿ninguno te condenó? Ella dijo: Ninguno, Señor. Entonces Jesús le dijo: Ni yo te condeno; vete, y no peques más” (v.11). Jesús no acepta el adulterio como un pecado más, porque todos somos pecadores. No dice que un pecado es igual que otro, así que no importa. Sí que importa, y la quiere advertir. Jesús no la condena, ni la perdona. Tampoco acepta el adulterio. En sus ojos se casó para toda la vida y todavía está casada con su marido, aunque quiera mucho a este segundo hombre. La ley del estado es una cosa, y la de Dios es otra. Según la ley de Dios lo que hizo está mal.
Pero la ley no va a cambiar su corazón. Lo que a Jesús le interesa es que ella le conozca a él, y ha tenido una preciosa oportunidad para hacerlo. ¡Le ha salvado la vida! La ha defendido ante sus acusadores. Los ha puesto a todos en la misma condición, dignos de condenación, pero con una oportunidad para dejar el pecado. La trató con amor y respeto. Guardó su dignidad. Es el amor de Jesús, a pesar de nuestro pecado, que nos quebranta y nos lleva al arrepentimiento para encontrar una nueva vida en Él.