TEMOR A DIOS Y AMOR AL SEÑOR

“Si yo soy Señor, ¿dónde está mi temor?” (Mal. 1:6).
Dios espera ser temido. El temor a Dios está definido de la siguiente manera en la concordancia bíblica: “El temor a Dios significa aquella reverencia para Dios que conduce a la obediencia debido al conocimiento personal de su poder, juntamente con su amor para con el hombre”. El poeta lo expresó de la manera siguiente:
¡Oh cómo te temo, Dios viviente, con profundo, tierno temor,
Y te adoro con esperanza temblorosa y lágrimas de penitencia!
No obstante puedo amarte, oh Señor, Omnipotente como eres,
Porque te has humillado para pedirme a mí el amor de mi pobre corazón.
Frederick William Faber, 1814-63
El temor de Dios es esencial en la vida cristiana. Es lo que nos conduce a una vida piadosa. Tanto la definición que hemos leído como el escritor del himno han señalado los dos lados de una misma verdad: el conocimiento de Dios implica tanto temor a Él como amor para Él. Las dos cosas son inseparables. Sin temor a Dios tenemos una relación sentimental con Él, romántico, como la que se ve reflejada en mucha de la música cristiana moderna que cantamos ahora, en la cual Dios llega a ser nuestro Amante, casi humano. En tal caso la obediencia llega a ser opcional y la relación con los demás creyentes, innecesaria, porque yo y mi Amado somos el centro del universo, y los demás sobran, ¡como en cualquier noviazgo! Por otro lado, el temor a Dios separado del amor para su Persona conduce a una esclavitud, una relación de siervo y amo, un legalismo frio en el cual lo único que importa es cumplir. Con este énfasis, una relación personal con Dios es impensable.
Hay que hilar muy fino, porque hay verdad en los dos extremos, pero ninguno sin el otro es lo que nos enseñan las Escrituras. La Biblia es un conjunto. El contexto del tema del temor de Dios es toda la Biblia. Por un lado tenemos el hermoso poema del amor íntimo entre Dios y su pueblo de Ez. 16 y el Cantar de los Cantares de Salomón, y por otro tenemos el Dios terrible que bajó al monte de Sinaí en la densa oscuridad acompañado de relámpagos, fuego y temblores de tierra. Este es el Dios que habría matado a David si no se hubiese arrepentido de su lujuria con Betsabé (2 Sam. 12:14). Es el Cordero y el León. Es el Dios de amor que manda la gente al infierno si no se arrepienten. Hizo justicia fulminante contra los cananeos por sus atrocidades y estaba a punto de destruir Nínive con fuego del cielo, pero los perdonó con compasión cuando se arrepintieron con ayuno, cilicio y ceniza.
El rey David captó esta paradoja de la justicia de Dios y su compasión, y lo reflejó en su carácter. Por un lado era el dulce salmista de Israel tocando el arpa bajo la sombra de un árbol, pastoreando sus ovejas, cantando: “Te amo, oh Jehová, fortaleza mía” (Salmo 18:1), y por otro lado era un hombre de guerra, pues “peleaba las batallas de Jehová” (1 Sam. 25:28), devastando a los enemigos de Dios. Era como Jesús, el gran Pastor de las ovejas, pero también el que ejecuta justicia en el día de la ira del Cordero. Sirvamos, pues a este Dios temible con gozo y con devoción de corazón.