“¡Alegraos con Jerusalem, gozaos con ella todo los que la amáis! ¡Rebosad de júbilo con ella, los que por ella llevasteis luto! Porque mamaréis a sus pechos y os saciaréis de su consolaciones, y succionaréis gozosos las ubres de su gloria” (Is. 66:10, 11).
Todavía tengo que hablar con la persona que se ilusiona al pensar que cuando muera va a ser un espíritu incorpóreo en un estado de consciente bienaventuranza. Iglesias hay que lo enseñan (QDLB), pero ¡la esperanza que transmiten los profetas es mucho mayor que esta! Lo que transmite Ezequiel supera con creces la visión de los Testigos de Jehová que creen que van a estar en un paraíso terrenal, con Dios y sus 144,000 lejos en el cielo. Lo que dice Ezequiel es que Dios estará en la tierra. ¡Tendrá su Porción en la división de la misma! ¡Jesús reinará supremo en su Santo Monte! Hace tiempo estuve hablando con unos Testigos de Jehová sobre estos temas. Les dije que no me interesaba su paraíso, porque, según ellos, Jesús no iba a estar allí, sino en el Cielo, y si Él no iba estar, tampoco quería estar yo. Entonces me contestaron admirados: “¡Pues, tú serías uno de los 140,000!” ¡Con una gran sonrisa les aseguré de que sí!
Lo que estuvimos viendo es que nuestra herencia es un lugar físico y espiritual a la vez. Es esta tierra rehecha. Esperamos “cielos nuevos y tierra nueva” (Is. 65:17ss).
Esperamos un mundo maravilloso donde habrá igualdad. Ya no habrá despotismo, nepotismo, favoritismos, enchufes, trampas, corrupción, o ninguna clase de injusticia. Las leyes serán justas. Todos viviremos bajo la incomparable Ley de Dios.
Habrá seguridad. Todos tendrán su terreno inalienable. Nadie quitará el terreno de nadie, ni por engaño o por fraude. No habrá expropiaciones. No habrá pobreza, miseria, suciedad, suburbios llenos de basura donde la gente remenea buscando algo con que llenar sus estómagos vacíos. No habrá sequias, plagas o inundaciones para estropear las cosechas. Todos tendremos la alegría de ver brotar vida de la tierra que crece y da su fruto. Cada uno puede hacer fructífero el terreno que le ha tocado y gozarse de su productividad.
No habrá extranjeros, porque todos seremos ciudadanos del mismo reino (Ef. 2:19). No habrá complicaciones en la comunicación, porque todos hablaremos el mismo idioma, el que Dios enseñó a Adán y Eva. Todos tendremos la misma cultura, la del Cielo, y habrá entendimiento perfecto. Celebraremos las fiestas de los judíos, no con sacrificios, sino con el Cordero Vivo, como inmolado, pero ¡he aquí que vive por los siglos de los siglos! La alegría será mayor que cuando la multitud subía “hasta la casa de Dios entre voces de alegría y de alabanza del pueblo en fiesta” (Salmo 42: 4).
Y habrá santidad. “Esta es la ley fundamental del templo: ¡santidad absoluta! Toda la cumbre del monte donde está el templo es santa. Sí, esta es la ley fundamental del templo” (Ez. 43:12). Y la santidad del Templo permeará toda la tierra. Todos andaremos en santidad de vida, llenos del Espíritu Santo, y ríos de santidad fluirán de cada uno de nosotros para bendición de todos. Dios será adorado en cada cosa que se haga, cada siembra y cada cosecha, cada acto y cada palabra. Disfrutaremos de su infinita bondad, alabándole por la perfección de la nueva creación, por nuestra transformación y por nuestra asombrosa herencia, con toda la eternidad para ahondar en el amor que inspiró el Calvario, en adoración incesante y plenitud de gozo.