“Y sobre la semejanza del trono, una semejanza como la apariencia de un hombre por encima de él. Entonces vi como una refulgencia de bronce acrisolado, y una apariencia de fuego lo enmarcaba de lo que parecía ser la apariencia de sus lomos hacia arriba; y de lo que parecía ser la apariencia de sus lomos hacia abajo, vi como una apariencia de fuego que tenía un resplandor todo en torno… Tal fue la visión de la apariencia de la gloria de Yahvé. Cuando la vi, caí rostro en tierra” (Ez. 1:27, 28).
El Dios eterno, omnipotente, inexpresablemente glorioso se reveló a un hombre. ¿Por qué a él? ¿Con qué finalidad? ¿Cómo le preparó para aquel momento transcendente, y qué haría luego con su siervo? Esta experiencia fue culminante en la vida de Ezequiel, y a la vez marcó un nuevo comienzo. Formó una parte de su llamada al ministerio de profeta. Dios ya había empezado generaciones atrás para preparar a su siervo, pues venía de una larga línea de sacerdotes. A juzgar por la calidad de su vida, tuvo una herencia piadosa de padres, abuelos y bisabuelos que temían a Dios y le servían en el Templo, realizando fielmente sus tareas sacerdotales. Ezequiel habría pasado horas en el estudio de las Sagradas Escrituras en preparación para ser sacerdote como ellos.
Creció en un Israel apóstata. Alrededor de él se observaba la práctica de una idolatría descarada, hasta los mismos sacerdotes adoraban el sol dentro del Templo de Dios. La injusticia social y la decadencia del país eran notables y habrían sido causa de dolor y desconcierto para el joven que temía a Dios. Todo esto formaba parte de su formación, pues les tendría que declarar sus pecados y hablarles del consecuente, inevitable y eminente juicio que caería sobre ellos. En el año 627 a. C., Jeremías empezó su ministerio. En el 622 nació Ezequiel. Durante su niñez y juventud habría escuchado los mensajes del Jeremías y los de los falsos profetas que decían que Dios salvaría Jerusalén de la destrucción, y la controversia que resultaba de los dos mensajes opuestos. Habría visto el maltrato que recibió el verdadero profeta de Dios, y sin duda todo esto le habría marcado. El año 597 marcó la prima fase del cautiverio. Jeconías (Joaquín), los hombres más hábiles y los tesoros del templo fueron deportados a Babilonia. Ezequiel contaba entre ellos. Fue un joven de 25 años preparándose para el sacerdocio cuando todas sus esperanzas fueron cruelmente troncadas, su vida traumáticamente alterada, y se encontró cautivo del ejército babilónico, prisionero, andando por el desierto que le llevaría al capital del imperio que dominaba el mundo. El Salmo 42 refleja los sentimientos de los cautivos: “Mis lágrimas fueron mi pan de día y de noche, mientras todo el día me dicen: ¿Dónde está tu Dios? Mi alma está abatida dentro de mí, por tanto me acordaré de ti desde la tierra del Jordán, y de los hermonitas, del monte Mitsar (camino a la cautividad). Todas tus ondas y tus olas pasaron sobre mí”. Y el Salmo 137 plasma su sentir una vez llegada a Babilonia: “Junto a los ríos de Babilonia nos sentábamos y llorábamos, acordándonos de Sion. Los que nos habían llevado cautivos allí, nos invitaban a cantar; Los que nos habían hecho llorar nos pedían alegría diciendo: ¡Cantadnos algún cántico de Sion!”. Entre ellos estaba el joven profeta. Tuvo que vivir lo que ellos vivían para poder ministrarles. Conocía su dolor, la separación de la familia, su ansiedad para los familiares todavía en Israel, su añoranza y la sensación de ser extranjero en el país que amenazaba destrucción del suyo. Todo esto entraba en la preparación del hombre que Dios usaría para eventualmente impactar el mundo entero.